martes, 25 de enero de 2011

Una noche en Puebla (I)

Un retrato de Vincent Van Gogh con su característica barba rojiza permanece impasible en la pared mientras en el escenario, un joven con el rostro también poblado de pelo, -negro en su caso- canta sobre los cuchillos que clava La Flaca de Calamaro. Una Corona con dos tragos menos bien fría reposa sobre una servilleta en mi mesa. Tres tragos menos. Las luces rodean parpadeantes e inquietas la figura del músico mientras los dedos de su mano derecha hacen vibrar las cuerdas de la guitarra. Una pareja que cuchichea y ríe, una camarera sin nada que hacer y otro par de -aparentemente- enamorados contemplan la escena. Mi mesa, situada bajo un foco de luz, me permite inaugurar una recién comprada libreta, hecha, según el vendedor de grandes rastas, a base de materiales reciclados o derivados del café. Su imperfecta blancura es mancillada por un bolígrafo de una empresa de la que jamás oí hablar con un número de teléfono inscrito.

Con su tono dorado y casi cuatro tragos menos, la Corona se ve igual de apetecible. Nuevas canciones, desconocidas para mí, salen de la garganta del músico que canta junto a Van Gogh. "Su barba recuerda a la de un chivo", pienso mientras la pareja que cuchichea ríe casi histéricamente y pide al artista que interprete sus rolas favoritas.

Dos chicas más llegan al local, al que he ido a parar casualmente tras caminar sin rumbo por las calles de Puebla. A su lado, unos puestecillos con jóvenes de barba poblada y mujeres de tez oscura ofrecen artesanías, pulseras, libros y adornos de cristal. El más concurrido no es, sin embargo, ninguno de ellos. Un experto en el manejo del spray de no más de 30 años congrega a su alrededor a decenas de personas que con expresiones de admiración le ven acabar un cuadro tras otro con un instrumento más acostumbrado a llenar muros y paredes de graffitis.

"Qué diría Van Gogh de eso", me pregunto observando su imagen colgada de la pared. Puede que le gustara, por qué no. A su lado comparten espacio en el local la ilustración de un águila devorando a una serpiente sobre un nopal y una pintura de tres personas que con la boca abierta transmiten un desesperado y silencioso grito. Forman una extraña mezcla que une a un pintor que se pegó un tiro en los campos de Holanda siglos atrás con el escudo mexicano y una siniestra imagen. Curiosa estampa.

El chivo también grita, y lo hace en inglés. No me gusta demasiado. "Prefería a 'La Flaca' de Calamaro", me digo mientras la cervecería Modelo S.A. de CV sigue dándome a probar su producto 'Hecho en México', como dice en sus etiquetas. Cuando China se ponga a fabricarla igual que hace con las Vírgenes de Guadalupe todo habrá acabado. O no. La globalización hace que Van Gogh conviva con el águila nopalera en un ambiente cargado de chelas que hace crecer en mí el deseo de emborracharme. Para qué negarlo.

Una canción en el idioma de Shakespeare acaba y la pareja de risas estridentes e incómodas propone algo. "¿Puede cantar él una canción?", solicita la novia, que parece conocer al músico. El cabrito accede. Se le ve buena onda. El comienzo no es muy prometedor, y con una frase cursi dice que esta canción se la dedica a su novia, la cual responde con más risas plenas de decibelios compartiendo mesa ahora con el cantante al que su pareja sustituye. El nuevo dueño del escenario no lo hace mal, y la escandalosa receptora de la canción dedicada no cabe en sí de gozo. "¡Bravo!", exclama emocionada mientras aplaude frenéticamente. Envalentonado, el novio se apropia del puesto y se atreve con varias canciones más. Son lentas y hablan de amor. Un nuevo grupo se sienta junto a mí ocupando una mesa y por la conversación telefónica de uno de ellos me entero de que estoy en el bar Realengo, callejón Carolina, calle no se qué de Oriente.

El novio concluye su actuación con un tema que habla del Fantasma de Canterville. Su novia ríe incansable. Apuesto a que el día que se case irá riendo hasta el altar y que en el banquete él pedirá dedicarle otra canción. Es domingo. Solo los alcohólicos de cantina y los borrachos beben en domingo. Sin olvidar a los señores de sotana que levantan el sagrado cáliz.
La camarera se aburre. El barbudo vuelve a escena y también se apunta a eso de ponerle un toque cursi a la noche. "Mi novia no está acá pero le dedico una canción chiquita", dice. "Ella estaba tan brillante en el andén/ y tenía un novio, Rubén/ y yo la ví.../ pero yo no la escogí/ los hombres no escogen", continuó poco antes de referirse a cuando vivió en París y Asia. "Parece que ha visto mundo", me digo, y su revelación me hace imaginármelo conquistando con su voz a más de una. Y de dos. Meciéndole las barbas alguna francesa le habrá despertado con un 'bonjour' con el sol apenas saliendo. Oh la la. París, París. "No hay amor sin desamor", prosigue. "Me escogió...  para un rato".

1 comentario:

  1. Álvaro, qué alegría me da encontrarte por estos mares del sur cibernéticos. Bonita historia y, sobre todo, muy bien contada. Desde mi humilde espacio de Vivir para Contarlo te doy la bienvenida al 'mundo blog' y te animo a que nos sigas narrando esas historias -que tanto nos gustan- de bares, tabernas y cantinas con cuadros de Vincent Van Gogh sobre la pared, chicas guapas esperando en el andén, y de esos amores que, como dice la canción, son para un rato.
    Un abrazo.

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