jueves, 13 de enero de 2011

Una historia de arena y frontera

En primer lugar, un saludo a todos los que visitan mi blog de reciente creación. En él espero plasmar pensamientos y situaciones, y también, por qué no, publicar algunas de las historias que merecen ser contadas de mi estancia mexicana. La de este joven cordobés es una historia de arena y frontera, de carretera e ilusiones. Desde Europa, una odisea casi irreal. En México, un camino que no pocos han recorrido.

El fin de la tierra prometida

Un cordobés que cruzó la frontera por Arizona rememora sus vivencias

Álvaro Sánchez
EL MUNDO DE CÓRDOBA

“¡Agáchense hijos de su puta madre que nos van a agarrar!”. El grito del vociferante pollero resonaba en pleno desierto de Sonora sobresaltando a Ulises y haciéndole echar cuerpo a tierra sin pensarlo dos veces. La patrulla fronteriza y las luces reflectoras habían pasado cerca. No lo suficiente.

Inicia el viaje
Un viernes por la noche partió la expedición a Estados Unidos en la que el cordobés Ulises (nombre ficticio), se embarcó junto a 30 personas previo pago de 15.000 pesos mexicanos. Era el precio de querer volver con la mujer que le dio a luz, con la madre que dos años antes había puesto rumbo al sueño americano en un autobús similar al suyo y el mismo pollero al mando.

Con sólo 16 años, sus preocupaciones dejaron de ser las chicas de la Prepa y ganar al fútbol para centrarse en evitar que unos hombres uniformados y armados hasta los dientes le cortaran el paso en medio de un océano de arena tras cruzar el país de cabo a rabo. Un día después, el sábado, llegaba a Sonora, fronterizo con Arizona, donde unas colchonetas en el suelo esperaban a toda la expedición. El lunes comenzaba la marcha tras recibir consejos breves y directos. “Guarda el dinero y si viene la 'migra' no corran, lo volveremos a intentar”. Tres litros de agua, comida para dos días y un pasamontañas formaban el equipo. “Mamá voy para allá”, avisó Ulises.

Formen filas
El grupo se alinea formando una fila para evitar dejar huellas que dieran pistas. Los alambrados les obligan a arrastrarse y cada hora suponen unos metros menos hacia el ansiado destino final. Tras diez horas caminando espoleados por el intenso frío de la noche, el reflector les ilumina de lleno y se dispersan corriendo en desbandada ante la cercanía de la policía. Ulises mira a su alrededor mientras trata de recuperar el aliento, está junto a cuatro hombres y tras despojarse de los pasamontañas ninguno es el pollero. No saben el camino.

En su travesía hacia lo desconocido los alimentos van escaseando hasta agotarse, la sed y el hambre aparecen y Ulises, ya enfermo con tos, piensa lo peor. “En esos momentos me decía: ya me voy a morir, ¡no sé para qué me vine!”. Uno de sus acompañantes busca una solución desesperada, irá en busca de la ‘migra’ para que lo agarren y pedir ayuda. “El chiste es salir con vida”, dice al resto. Ulises y sus tres acompañantes siguen caminando y beben de un charco de agua sucia cuando de repente vislumbran un grupo. Son personas que tratan de cruzar la frontera. Rápidamente les ofrecen agua y comida y se unen a ellos. El camino sigue y las luces de una ciudad norteamericana aparecen en el horizonte mientras el nuevo pollero les pide que se apuren. “A las cinco nos recoge la camioneta”, afirma. A esa hora, un vehículo Ford Aerostar conducido por dos estadounidenses les sube a bordo tumbados para evitar ser detectados.

Son internados
Hora y media después son internados en el cuarto de una casa, Ulises se deja vencer por el sueño y al abrir los ojos unas 50 personas comparten la estancia. “Quítense cinturón y zapatillas”, les piden. Entre la confusión, el joven cordobés se entera de que han de pagar 1.500 dólares para que les permitan abandonar el lugar, vigilado por seis hombres armados. Uno de sus compañeros pide un teléfono y recibe un tirón del cabello y ser apuntado con una pistola como respuesta. Horas después, Ulises hace el intento. “La verdad yo no traigo dinero, me vas a tener aquí meses y meses porque la que tiene dinero es mi mamá”. Les resulta convincente y a la una de la madrugada del sábado su madre llora al otro lado del teléfono al escuchar su voz. “Te daba por muerto”, dice a su hijo entre sollozos. Ulises, que aún no sabe dónde se encuentra, pregunta a los que le retienen. “Phoenix, Arizona”, responden. A continuación, explica a su madre que necesita pagar 1.500 dólares. “Pásame a esos pendejos”, le dice enfadada.

Se llega a un acuerdo para hacer el intercambio el domingo. La espera se hace interminable e incluso gana la confianza de sus captores tras aliviar el dolor de cabeza de uno de ellos con una pastilla. “Nuestros jefes nos pagan muy bien y nos traen drogas y mujeres”, le cuentan. “¿Y qué hacéis con los que no pagan?”, pregunta. “Les damos una madriza y los abandonamos en el desierto”, explican sin tapujos.

La hora llega y Ulises se coloca el cinturón y los zapatos, le vendan los ojos para que no reconozca la dirección de la casa y un vehículo lo lleva al encuentro de sus familiares. “El dinero”, les espetan, “primero queremos verlo”, solicitan sus parientes. Una pistola empuñada zanja la discusión. Los 1.500 dólares son entregados y Ulises recupera su libertad. Su mamá lo recibe en Los Ángeles con lágrimas de felicidad y él se desmaya.

Cuatro años en Los Ángeles fueron suficientes, y a sus 20 primaveras Ulises retornó a Córdoba con dinero ahorrado. Fue uno más de los muchos que diariamente prueban suerte en busca de familiares o huyendo de la pobreza. Desde el pasado mes de julio, la Ley Arizona les cuelga el cartel de delincuentes, y pese a no ser bienvenidos, muchos más Ulises seguirán cada día arrastrándose bajo los alambrados del desierto entre los gritos vociferantes de un pollero.

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