viernes, 1 de noviembre de 2013

Un escritor mexicano

Me senté en la misma mesa que el escritor mexicano. Y si no era esa, era la más cercana. Lo había visto erguirse sobre el respaldo de su silla en el mismo sitio que ahora yo ocupaba. Fue paseando por la madrileña calle Princesa con una amiga paraguaya que visitaba la ciudad. Lo recuerdo perfectamente. Acera izquierda, giro la cabeza a la izquierda, un movimiento natural, la mirada traspasando el cristal sin rumbo concreto, y ahí estaba, el tipo de la carátula de los libros. Era Juan Pivol. Calvo, concentrado, tecleando frenéticamente con unos enormes auriculares que cruzaban su cabeza (¿sería agradable el tacto de los auriculares sobre la piel?). Lo vi e interrumpí bruscamente las palabras de la paraguaya, a la que de vez en cuando llamaba guaraní aunque no lo fuera, haciéndole partícipe de mi hallazgo. Un descubrimiento que por supuesto no la entusiasmó dado que nunca había oído hablar del tal Juan Pivol, escritor mexicano con más de una decena de libros publicados y un éxito notable dada su juventud. 

No recuerdo bien de que hablaba con la guaraní cuando vi a Pivol. Seguramente de los robos, cada vez más frecuentes, que venían cometiendo los clientes de la cadena de ropa en la que ella trabajaba y que le habían obligado a salir corriendo tras un joven sin saber muy bien qué hubiera hecho en caso de que este se hubiera detenido, pero no estoy muy seguro. El caso es que yo, aunque conocía a Juan Pivol por los periódicos, nunca había leído nada suyo, por lo que analizándolo ahora, encuentro la alegría que me despertó verlo a través del cristal de la cafetería, un tanto extraña. Tal vez se debiera al hecho de que fuera escritor y mexicano, dos cosas que siempre he querido ser. De haberme encontrado a alguien con solo una de estas características, no habría reaccionado como lo hice. Posiblemente habría detenido mi mirada un par de segundos más de lo habitual en el escritor o el mexicano, y habría seguido mi camino. Como la mujer que se da cuenta de que el maniquí del escaparate lleva el modelo que compró hace unos días. 

Mi principio de euforia al ver a Juan Pivol se torna aún más sorprendente en tanto que, si ser escritor y mexicano son cualidades que por irracional que parezca, tengo en alta estima, preferencias que achaco a los meses que pasé en México y los libros que desde la infancia he leído, mi atención solo la atraen los escritores mexicanos que ambientan sus obras en México, temática que en la obra de Juan Pivol solo aparece de refilón en un ensayo sobre América Latina que escribió al comienzo de su carrera literaria. En sus otros libros, Pivol hace moverse a sus personajes por el Imperio Astro-Húngaro, las laderas de Mongolia o el ruidoso Tokio.

Y sin embargo me detuve. Paralizado observé el cristal y su rostro transmitía el placer de estar en plena orgía creativa, se podían sentir las ideas bullendo de la cabeza al teclado con la música retumbando en sus oídos. ¿Sería música clásica? ¿Electrónica? ¿Saldrían diferentes los personajes de los libros que escribe acompañado de auriculares en caso de que a sus oídos llegara Wagner o David Guetta? Nunca lo sabremos.

Mitómano como soy, entré en el local y me acerqué a él mientras negaba con la cabeza al camarero que me ofrecía una mesa en el café. “¿Es usted Juan Pivol verdad?” le pregunté conociendo la respuesta. Se quitó los auriculares, me miró, y con cara de no entender lo que le pedía, me hizo repetirle la pregunta. “Sí, sí soy yo”, me dijo mientras apretaba la mano que le ofrecía y daba dos besos a la guaraní que no lo era. En caso de haber leído algún libro suyo, me habría bastado referirme al libro en cuestión, pero mientras fingíamos una sonrisa para la fotografía, no tenía nada que decirle sobre sus libros, que como digo, habían tenido un éxito de ventas bastante decente. Para cubrir esta laguna le dije “me gusta Roberto Bolaño”. Me sonaba que él había escrito algún artículo sobre el escritor chileno Roberto Bolaño, incluso que había hablado en alguna conferencia sobre él. “¿Conociste a Roberto Bolaño?”, me contestó entendiendo mal mi pregunta, y tal vez con un punto de esperanza de escuchar de mi boca algún detalle o anécdota desconocida sobre su vida. Le saqué de su error, me despedí de él y salí del local mirando de reojo como volvía a enfundarse los auriculares.

La guaraní parecía contenta. Para ella habíamos estado saludando a un famoso aunque oyera por primera vez su nombre hacía dos minutos. Al salir del local, permanecí unos minutos en silencio oyendo su voz ligeramente entusiasmada mezclarse con los vehículos de la calle Princesa, una abstracción que duró hasta bien pasados los cines Renoir y que tal vez todavía hoy dure. ¿Habré cambiado con mi interrupción alguna de las palabras que Pivol usa en los fragmentos del libro que nacieron aquel día en la cafetería de Princesa?, me preguntaba una y otra vez. De ser así, podría considerarme en parte escritor, porque he cambiado el orden de las palabras de un libro publicado al cortar el río que fluía de los dedos de su autor con la violencia de un torrente de agua, ahogando a su paso dudas como si todo lo que escribiera, cada punto, cada coma, fuera necesaria y retroceder resultara impensable. De ser cierta mi hipótesis, puedo haber cambiado el párrafo a miles de lectores desde Madrid a México DF. 

Entré en la estación de metro de Moncloa, me despedí de la guaraní e imaginé a alguien, en el futuro, en los meses o años que tardaría en salir ese libro aún en fase de gestación, leyéndolo con la avidez de los lectores que devoran páginas. Alguien que sale del metro y por querer acabar la página sigue leyendo mientras cruza el torno de seguridad y sube las escaleras para llegar a la superficie. Que quiere acabar el párrafo que por mi interrupción se ha alargado y se despista al cruzar la calle mientras un camión la deja tumbada sobre el asfalto con las páginas revoloteando y mi párrafo manchado de sangre.

Siento un segundo de vértigo y dejo de divagar. No puedo evitar las muertes del futuro. A lo mejor he acortado el párrafo y ese camión no ha aplastado a la ávida lectora. Tal vez la salvé. Quizá ese libro nunca llegue a publicarse. Puede que la editorial suprimiera ese párrafo. Y de todos modos, a quién le importa un párrafo. Ya no hay muchos lectores que salgan a la superficie leyendo. Ya no hay muchos lectores.


Semanas o meses después, ya no lo recuerdo, me senté en la misma mesa que el escritor mexicano, y sin auriculares ni calvicie empecé a teclear buscando que las palabras también fueran mis aliadas, que también ellas me permitieran crear magia mezclándolas y de paso me sacaran de la odiosa oficina. Conecté el enchufe del portátil y miré a través del cristal hacia la calle. La gente pasaba hablando y algunas miradas se cruzaban con la mía. Seguí yendo a esa misma mesa muchas tardes. Nunca nadie vino a decirme que le gustaba Roberto Bolaño. 

sábado, 2 de febrero de 2013

¿Cómo serán?


Te interrogas mientras oyes sus respiraciones pausadas mezclarse con el aire de la habitación. La cuna llena de peluches, la cama del espacio libre que bajo sus minúsculos piececillos su pequeño cuerpo irá cubriendo con el paso de los años.

¿Lo estaré haciendo bien? Te preguntas, y al despertar les sirves el desayuno, lavas los platos, y limpias sus mofletes manchados de chocolate mientras les oyes hablar ilusionados de esos personajes de dibujos animados a los que ya conoces por sus nombres y reconoces por sus voces sin necesidad de mirar la pantalla. Te lo preguntas a menudo, y cada día el plato de comer de su mesa proviene de las horas que has dedicado a hacer crecer el negocio de otra, de las largas conversaciones que has mantenido para contentar a tus clientes, de las mañanas en las que te has enfrentado al indomable viento invernal, todavía de noche, para llegar a tu silla a mirar una pantalla y responder al teléfono mientras el frío penetra en tus huesos.

¿Soy una buena madre? Te cuestionas, y cada tarde revisas sus deberes, corriges sus errores y no hay día que no aprendan algo nuevo salido de tus labios. Te miran con la admiración del que cree tener ante sí una gigante capaz de resolver cualquier duda, poseedora de todo el conocimiento universal. Por eso te preguntan, ante tu sorpresa por semejante ocurrencia salida de tan joven cabecita, por qué las nubes son blancas, por qué los perros ladran y dónde vive Dios.

Tienes dudas y te entristece pensar en los libros que no has conseguido que lean, en los juegos educativos en los que no has logrado que participen, pero cada noche, cuando el cuento se abre y dragones y piratas se despliegan ante sus ojos, el brillo en ellos es el color de las ilusiones, y mientras uno lee, pronunciando lentamente, casi sílaba a sílaba, su hermanito, aún incapaz de descifrar esos extraños códigos llamados letras, toca las imágenes con sus manos atraído por los mundos de fantasía que se muestran ante sí.

Y tú, que en la soledad de tu cama vuelves a dudar de tu capacidad como madre cuando el silencio invade la ciudad, durante ese día has viajado con ellos a tu infancia de animaciones que hablan, has luchado por no gritar cuando rechazaron la comida que con tanto mimo preparaste para ellos, has tomado el metro para ir a ganarte su educación, su comida, sus juguetes, sus sueños, y has curado la herida que se hicieron en el parque, donde también calmaste su llanto entre tus brazos.

Y sin embargo, al final de cada día, con la cabeza apoyada en tu almohada, la pregunta no para de rondarte en forma de eterna e inevitable preocupación. ¿Soy una buena madre? 

Lo eres.

sábado, 12 de enero de 2013

Escribiéndote desnuda



No hay humo. No fumamos. La habitación está a oscuras y tú ocupas la cama tumbada boca abajo. Desnuda. Tu respiración ya casi ha recuperado su ritmo normal, y tus ojos cerrados me dicen que estás en algún punto de la frontera entre la realidad y el sueño. Mi sudor y el tuyo están en tu piel mezclados, brillas y el cabello te cae ocultándote la nuca y extendiéndose sobre tu espalda. La sábana solo te cubre la pierna izquierda hasta el tobillo. Estiras la mano y no me encuentras. Por unos segundos no comprendes por qué no alcanzas a tocarme, por qué hay un vacío a tu derecha. Entonces te colocas tumbada de lado dejándome a la vista un pequeño cerco sombreado en la sábana y sin abrir los ojos lanzas al aire un "¿dónde estás?" desprovisto de fuerza, similar al del niño que llama a su madre en mitad de la noche. 

Sin defensas, sin bravura, entregada a mí con la ternura que el orgasmo y el cansancio físico han dejado en ti, me llamas de nuevo esperando mi respuesta, probablemente aguardando una voz lejana contestando con un “fui al baño” o un “fui por agua”, aunque pensándolo bien el agua nunca falta. Una jarra y dos vasos aparecen una y otra vez en tu mesita de noche cuando intuyes que puede pasar. 

Pero esta vez no, esta vez estoy frente a ti, mirándote, sentado en la mesa de tu habitación con un bolígrafo en la mano. Elijo no responderte y por fin abres los ojos y me miras extrañada. "¿Qué haces ahí?”, me dices con una media sonrisa juguetona, sorprendida de verme sentado a tu mesa solo cubierto por el bóxer que recogí del suelo. “Escribiéndote desnuda”, te digo, y tu extrañeza crece por instantes “¿Cómo?”. “Con palabras”. No lo asimilas y te me quedas mirando con curiosidad unos segundos buscando el juego oculto, el detalle que aporte luz a mi actitud. “Me escribes desnuda… ¿no me estarás dibujando?” “No. No te estoy dibujando”, respondo, el arte de crear imágenes sobre el papel nunca fue lo mío. Mis paisajes y retratos nacen con mayúscula y acaban en punto. Mis bocetos tienen párrafos.
“Te escribo”. Me escuchas y te quedas en silencio. Empiezas a comprenderme aunque en tu archivo mental las cosas no cuadren. No has visto en ninguna película que una modelo pose para un escritor, ni siquiera para un novio aficionado a escribir. 

Vuelves al silencio dejando caer tu cabeza sobre la almohada. Tu cuerpo es blanco y negro por la luz lunar que se cuela por la persiana. “Que cosas te inventas”, me dices con resignada incomprensión. Yo sigo llenando líneas con la descripción de tu cuerpo, detallando los rasgos de tu rostro, la posición de tus piernas, la fragilidad que desprendes desde tu escasa estatura, desde esos minúsculos pies que sustentan tu cuerpo. “¿Y tengo que hacer algo?”, me dices, dispuesta, con interés renovado, a participar de mi raro capricho y serme útil en mi extravagante propósito. 

“Nada”, te contesto sin apenas alzar la voz. Me haces caso y te quedas tumbada desnuda mientras te observo y te escribo. Por momentos pareces dormida y te estudio inmóvil, preguntándome como unos pocos lunares en tu espalda pueden tener ese poder erótico. Lo escribo. Pasados unos minutos entreabres los ojos y me miras con curiosidad. “¿De dónde sales?”, me espetas a modo de divertido reproche dándome a entender que te encanta que no sea normal, que haga cosas diferentes. 

Para ti es un excéntrico juego y para mi va más allá. Es el reto de plasmar la divinidad del cuerpo femenino. La belleza de perfecciones e imperfecciones, es un diálogo conmigo mismo que me ayuda a liberarme soltando sobre el papel el efecto que la quietud de tu cuerpo desnudo sobre las sábanas me produce. Me extiendo más de la cuenta frente al papel y el juego se te hace aburrido. Te duermes. El sudor ya se ha secado y la tinta moja el papel frenéticamente con adjetivos que hablan de ti. De tu cuerpo en blanco y negro. El silencio de la madrugada es abrumador, la llamada de tu piel empieza a tentarme de nuevo. Dejo el bolígrafo sobre las palabras que hablan de ti y me incorporo a la cama tumbándome a tu lado. 

“Te escribí desnuda”, te susurro despertándote. “Estás loco”, me respondes entre risas.