miércoles, 25 de enero de 2017

La utopía de Adán



Hubo un tiempo en que Sancho Álvarez fue el único habitante sobre la faz de la tierra. Al menos así me lo aseguraba agitando las manos con énfasis y elevando el tono de voz mientras mi mirada de incredulidad le desesperaba.

Qué queréis que os diga, la posibilidad de que en algún momento Sancho hubiera caminado de acá para allá sin que ningún semejante plantara al mismo tiempo la suela de sus zapatos sobre el asfalto recalentado o el estrecho acerado, me parecía, como podréis comprender, otro producto más de una fantasía de la que había echado mano en no pocas ocasiones desde que regresara a su lugar habitual entre los parroquianos del bar 'La cuerda' tras un internamiento de seis meses en una institución mental por un severo episodio de lo que los médicos denominaron como un complejo cuadro de trastorno de personalidad y mitomanía.

Según la crónica de La Frontera, el diario local de mayor tirada, que tituló la información con un breve y gráfico ‘Perturbado ataca desnudo a transeúntes’, su encierro obligatorio se produjo después de haber sido detenido acusado de sendos delitos de exhibicionismo e intento de agresión. No en vano, Sancho Álvarez, un cincuentón de mediana estatura, algo de sobrepeso, poblado bigote y cabello negro como el carbón que en su juventud había sido un comprometido miembro del  Partido Comunista, sobresaltó –si tomamos como cierta la información aparecida en el mencionado diario, de la cual, por otra parte, no hay motivos para dudar-  la apacible existencia de un tranquilo barrio de clase media-alta al pasearse como Dios le trajo al mundo agarrando del cuello de la camisa o del abrigo, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo, a cuantos paseantes se cruzaban en su camino, a los que solicitaba a gritos que volvieran a dejarlo sólo, que nadie más que él mismo, -Adán, se había rebautizado en su arrebato de locura-, tenía derecho a circular junto a los bosques y caminos que, -proseguía, según la crónica, a voz en grito hirviéndole la sangre por la afrenta- colocó el Big Bang o la suprema divinidad creadora de todo lo visible y lo invisible para su exclusivo disfrute.

Con antecedentes tan poco fiables, comprenderán ustedes mi desconfianza hacia el inverosímil relato que Sancho Álvarez me presentaba entre las idas y venidas de Guadalupe, la camarera del bar 'La cuerda', una joven mexicana que había llegado a España tres años atrás huyendo de la inseguridad de su Ciudad Juárez natal después de que su vecino fuese tiroteado en el portal cuando volvía de la cantina visiblemente ebrio.

-          Pancho -dijo mirándome a los ojos fijamente y dejando transcurrir unos segundos antes de volver a articular palabra para envolverme en la solemnidad de su discurso, sabedor como era de que su airada reacción inicial a mi falta de fe en su historia no estaba dando resultado alguno-.
Nos conocemos desde hace muchos años, estudiamos juntos, y, mientras tú has sabido salir adelante, yo he vagado de aquí para allá luchando por causas perdidas con el mal fario por compañía. Puede que me lo haya buscado, pero te digo una cosa, no tengo ningún motivo para engañarte. Conozco un sitio donde estar solo. Un lugar al que nadie más que yo tiene acceso -aseguró con la frente brillante por el sudor-.

Aturdido por la sinceridad que transmitían sus grandes y vivaces ojos negros, que se movían frenéticos en sus cuencas, le pedí que me diera más detalles sobre ese lugar.

-          Verás Pancho, -dijo con el rostro serio, apartando la mirada sin centrarla en ningún punto para trasladarse mentalmente a aquel día-, durante mis andanzas varias a través del tiempo, he tenido la oportunidad de conocer las peores bajezas del ser humano, he visto a la policía torturar a mis camaradas, a muchos traicionar por cuatro duros los ideales por los que, según aseguraban solo meses atrás, darían su vida, y fruto de años de esos encuentros, o mejor dicho, de esos desencuentros, llegué a la conclusión de que quería apartarme de los hombres por completo. Alejarme. No como los monjes de clausura que rehúyen de la sociedad para entregar su vida a Dios. No. Tú sabes bien, amigo Pancho, que no me llevo bien con los todopoderosos e infalibles. Igual por eso me ha ido mal, ahora que lo pienso, y si algo de razón tienen los de la túnica, peor me irá cuando esté tres metros bajo tierra y el de arriba me cobre mis impertinencias. Bueno, el caso es que, en mi ímpetu por aislarme, viajé y recorrí mundo, y no encontré sitio alguno al que la alargada mano del hombre no hubiera llegado.

Estaba totalmente desanimado, abatido, resignado a permanecer entre la humanidad por el resto de mis días, cuando, mientras buscaba respuestas en un remoto poblado indio, un chamán, enterado de mi infructuosa búsqueda, tras escuchar pacientemente, como lo haces tú ahora, amigo Pancho, mi relato sobre la necesidad de encontrar la absoluta soledad, me habló en tono misterioso, sin concretar su ubicación, de un territorio que, por alguna razón desconocida para él, una vez por semana quedaba completamente deshabitado. Al hacerme esta confidencia, me advirtió de que desaconsejaba por completo visitar el lugar, en el que, según pude adivinar por su melancólica mirada, pasó cierto periodo de tiempo años atrás.  

El chamán me relató los peligros de alcanzar ‘el punto’, cómo él gustaba de llamar a dicho lugar. No fue fácil, y cerca estuve de abandonar y aceptar los consejos del anciano, pero tras muchas semanas de insistir y aprovechando la pobreza extrema en la que habitaba el sabio indio, eché mano de los pocos ahorros que me quedaban como último recurso. El chamán, que seguramente hoy ya no está entre nosotros y vio en los billetes una oportunidad de vivir sus últimos años de vida de manera más desahogada, soltó prenda y señaló en el mapa ‘el punto’, no sin antes volver a advertirme de los riesgos que conllevaba ser poseedor de dicho secreto.

Como te imaginarás, no perdí un instante en dirigir hacia allí mis pasos, y emprendí un largo viaje en el que tuve que lidiar con los insultos, golpes y humillaciones que conlleva cruzarse con malhechores de la peor ralea, desposeído como estaba de todo recurso y viéndome obligado a hacer autostop debido a la precaria situación económica en que me había dejado el chamán. El desagradable viaje, me sirvió, en cualquier caso, para aumentar mi interés por llegar a mi nuevo hogar al reafirmarme en mis posiciones sobre el género humano que tan bien conoces.

Dos semanas después de haber partido, llegué a mi destino y, tras cerciorarme de que no había cometido un error en la localización del lugar, se me vino el mundo encima. Centenares de personas ocupaban mesas en bares y restaurantes, los niños gritaban, los coches circulaban. Nada era como lo había imaginado,  lo cual, lógicamente, me llenó de ira hacia el chamán, al que menté la madre en no pocas ocasiones. Lo maldije unas cuantas veces más y me disponía a irme cabizbajo cuando la oscuridad de la noche invadió en cuestión de minutos toda la ciudad. Desaliñado y desalentado, reservé habitación en el hostal más barato del lugar, –al menos el que tenía apariencia más sucia y destartalada- y pernocté esperando con ansia la salida del sol para escapar de aquel desengaño mientras me movía de un lado a otro bajo las sábanas. Esa noche tuve horribles pesadillas en las que decenas, o quizá centenares de personas, me rodeaban y conversaban sin dejar un resquicio por el que huir.

Pero la mañana llegó Pancho, ¡y qué mañana! El sol salió radiante y el sonido de los pájaros penetró en la habitación haciéndome saltar como un resorte, aún empapado en sudor por los turbios sueños que acabo de narrarte. Entonces me asomé a la ventana esperando encontrar el urbano paisaje de cada día, y para mi sorpresa, no escuché sonido alguno. Salí a la calle corriendo por el centro de la carretera y no hubo coche que me atropellara, ni siquiera que tocara el claxon por invadir el que erróneamente consideran su espacio propio esos contaminadores de verbo tan fácil cuando de soltar a través de la ventanilla sinónimos de palabras soeces se trata. Grité con todas mis fuerzas y no hubo oído alguno que alcanzara a escucharme, y dejándome llevar por la euforia me desnudé ante los comercios cerrados y corrí extasiado como lo haría un neandertal en plena caza de su presa. ¡El chamán había dicho la verdad! No lo podía creer.
Tras disfrutar durante horas de mi exclusiva posesión del lugar, la noche me encontró exhausto y feliz. Esa noche me quedé allí, tendido al raso en posición fetal bajo un imponente árbol, tapado por una fina manta que había recogido de un contenedor, en las que fueron, y lo digo sin temor a equivocarme, las diez horas que mejor he dormido en toda mi vida. Y más horas habría estado si no hubiera aparecido aquel tipo enfundado en uniforme policial para instarme a abandonar el lugar usando palabras que no podía comprender pero que no parecían muy amistosas, seguramente tomándome por un vagabundo. Aún perturbado por mi descubrimiento, me vestí con la ropa que había dejado apilada junto al árbol y me fui de allí envuelto en la confusión sin saber a ciencia cierta si lo vivido el día anterior había sido real.

Durante días, viví una auténtica tortura esperando la llegada del momento en que volvería a ser el único habitante del punto, hasta que descubrí que el extraño fenómeno que parecía transportar a todos a una dimensión ajena a la mía, tenía una periodicidad semanal. Solo se producía los domingos.

Desde entonces, todas las semanas sin faltar una regreso para ser libre durante 24 horas. Y es la ilusión por la llegada de cada domingo la que me permite sobrevivir el resto de la semana entre las cervezas de este tugurio de mala muerte que paradójicamente para vosotros, los ignorantes que me tomáis por loco, se llama ‘La cuerda’. Yendo más lejos, -y esto te lo digo a modo de confesión privada, pues nada me haría más infeliz que lo que te cuento llegara a oídos inapropiados y me hicieran regresar al manicomio-, esos domingos, amigo Pancho, son la única razón por la que no he colgado una cuerda del techo de mi habitación camino del infierno tiempo atrás.

Tras esta íntima revelación suicida, un silencio reflexivo se interpuso entre ambos mientras apurábamos otra cerveza. Reconozco que la narración había atraído mi interés, y le interrogué con múltiples cuestiones acerca de tan extraño fenómeno a la vez que perdía la cuenta del número de cervezas que fueron, una tras otra, pasando por nuestras gargantas. Cuantas más sucumbían a nuestra insaciable sed, más verídica encontraba la historia de don Sancho. Así fue como, llegado un momento, totalmente fascinado, tomé su relato tan cierto como la misma existencia del oxígeno que respiraba, y en lugar de hacerme sentir complicidad o admiración, la idea de conocer la exacta ubicación de semejante sitio se tornó obsesiva en mi mente.

Sutilmente, y tras rechazar don Sancho categóricamente darme pista alguna acerca de dónde se encontraba la ciudad de tan mágicas propiedades, le invité, con la mejor de mis sonrisas, a tomar la penúltima copa en mi casa, a lo que accedió de inmediato complacido. Una vez acomodados en el sofá de mi apartamento le serví una y otra vez esperando que el alcohol ablandara su cerrada oposición a desvelar el secreto. No había manera. Al verlo permanecer alerta pese a la brutal ingesta de alcohol, me di cuenta de que otros ya lo habían intentado antes sin éxito, y que ni sumergiéndolo en un barril de vodka lo soltaría.

Un odio feroz por la imposibilidad de poseer su tesoro empezó a crecer dentro de mí. Me consumía. Mis dedos temblaban ligeramente y me clavé el colmillo en la parte derecha del labio hasta que el mismo don Sancho Álvarez me advirtió de que estaba sangrando. Maldiciendo, le dije que iba a la cocina a limpiarme, y tras dejar en una servilleta unas pocas gotas de sangre, en un impulso que aún hoy no llego a identificar de dónde emergió, agarré en cuestión de segundos el enorme cuchillo que reposaba sobre la mesa y lo hundí en repetidas ocasiones en el pecho de don Sancho, que había llegado a la cocina para interesarse por mi estado. Tuvo tiempo de emitir un leve y ahogado gemido envuelto en lúgubre sorpresa y cayó, perdiendo sangre a borbotones, sobre el suelo de la cocina.

Un silencio asfixiante llenó la estancia.

Pasados unos minutos mis pulsaciones bajaron y mi respiración se estabilizó. Sentí despertar de un trance, pero el alcohol aún tornaba algo turbia en mi cabeza la surrealista estampa ante la que me encontraba. Limpié todo con esmero y entre arcadas y visitas al baño para vomitar conseguí trocear el cuerpo e introducirlo en bolsas de basura tras haberlo desnudado. Me tomó varias horas, y para cuando hube acabado de recoger todo, un par de débiles rayos de sol se colaban a través de la ventana del salón y un fuerte dolor de cabeza había sustituido a la sensación de mareo.

Cansado y aterrado ante las posibles consecuencias de lo que había hecho, repasé mentalmente mis conversaciones con Sancho para estar preparado ante posibles denuncias de su desaparición. Llegué a la conclusión de que nadie le echaría de menos. Ligeramente aliviado, tomé de la silla en que los había dejado apoyados los maltratados pantalones de Sancho, salpicados de trazas de sangre seca, para tirarlos a la basura. Al levantarlos, de uno de sus bolsillos cayó un papel mil veces doblado que recogí con desinterés. Me dirigí con él en una mano y el pantalón en la otra hacia la bolsa de basura mientras, de forma mecánica, fui desdoblándolo hasta hacerme quedar con los labios entreabiertos y los ojos totalmente fijos en él. Era un mapa con un punto marcado.

Así fue como llegué aquí. Al hostal donde Sancho vivió aquel despertar en que fue el único hombre sobre la faz de la Tierra. Yo, tras años y años de regresar puntualmente cada semana en busca de la total soledad, ya no soy, a mi edad, capaz de aguantar los seis días de espera que requiere el asunto. Ni siquiera con las cervezas del bar ‘La cuerda’ amenizando la espera. Es por eso que hoy he decidido partir, si la soga resiste el peso de mis últimos vicios culinarios, al último viaje de mi vida, una despedida que no he querido materializar sin antes haber dejado testimonio en esta carta de los sucesos que rodearon mi llegada al sitio donde, en épocas distintas, Sancho Álvarez y un servidor descubrimos el desconocido placer de la ausencia de humanidad.

(Esta carta llegó, dos días después de ser escrita, al buzón del bar ‘La Cuerda’, y a su vez remitida a la policía por su responsable, Guadalupe Huertas. Las autoridades, tras realizar diversas pesquisas con cuerpos policiales de otros países y no encontrar registro alguno del suicidio, procederían a su envío, por vía postal, a don Ulises Lemes García, tío de Francisco Lemes López, alias Pancho, identificado como su único familiar con vida. Según sus allegados, Ulises, pescador de profesión, dejó las redes y buscó sin éxito durante el resto de su vida el lugar descrito por su sobrino en la carta, para lo que solicitó la colaboración ciudadana haciéndosela llegar a un conocido redactor del diario La Frontera, que para su frustración publicaría la misiva con notable éxito en la sección literaria del suplemento cultural del domingo bajo el título ‘La utopía de Adán’).

viernes, 1 de noviembre de 2013

Un escritor mexicano

Me senté en la misma mesa que el escritor mexicano. Y si no era esa, era la más cercana. Lo había visto erguirse sobre el respaldo de su silla en el mismo sitio que ahora yo ocupaba. Fue paseando por la madrileña calle Princesa con una amiga paraguaya que visitaba la ciudad. Lo recuerdo perfectamente. Acera izquierda, giro la cabeza a la izquierda, un movimiento natural, la mirada traspasando el cristal sin rumbo concreto, y ahí estaba, el tipo de la carátula de los libros. Era Juan Pivol. Calvo, concentrado, tecleando frenéticamente con unos enormes auriculares que cruzaban su cabeza (¿sería agradable el tacto de los auriculares sobre la piel?). Lo vi e interrumpí bruscamente las palabras de la paraguaya, a la que de vez en cuando llamaba guaraní aunque no lo fuera, haciéndole partícipe de mi hallazgo. Un descubrimiento que por supuesto no la entusiasmó dado que nunca había oído hablar del tal Juan Pivol, escritor mexicano con más de una decena de libros publicados y un éxito notable dada su juventud. 

No recuerdo bien de que hablaba con la guaraní cuando vi a Pivol. Seguramente de los robos, cada vez más frecuentes, que venían cometiendo los clientes de la cadena de ropa en la que ella trabajaba y que le habían obligado a salir corriendo tras un joven sin saber muy bien qué hubiera hecho en caso de que este se hubiera detenido, pero no estoy muy seguro. El caso es que yo, aunque conocía a Juan Pivol por los periódicos, nunca había leído nada suyo, por lo que analizándolo ahora, encuentro la alegría que me despertó verlo a través del cristal de la cafetería, un tanto extraña. Tal vez se debiera al hecho de que fuera escritor y mexicano, dos cosas que siempre he querido ser. De haberme encontrado a alguien con solo una de estas características, no habría reaccionado como lo hice. Posiblemente habría detenido mi mirada un par de segundos más de lo habitual en el escritor o el mexicano, y habría seguido mi camino. Como la mujer que se da cuenta de que el maniquí del escaparate lleva el modelo que compró hace unos días. 

Mi principio de euforia al ver a Juan Pivol se torna aún más sorprendente en tanto que, si ser escritor y mexicano son cualidades que por irracional que parezca, tengo en alta estima, preferencias que achaco a los meses que pasé en México y los libros que desde la infancia he leído, mi atención solo la atraen los escritores mexicanos que ambientan sus obras en México, temática que en la obra de Juan Pivol solo aparece de refilón en un ensayo sobre América Latina que escribió al comienzo de su carrera literaria. En sus otros libros, Pivol hace moverse a sus personajes por el Imperio Astro-Húngaro, las laderas de Mongolia o el ruidoso Tokio.

Y sin embargo me detuve. Paralizado observé el cristal y su rostro transmitía el placer de estar en plena orgía creativa, se podían sentir las ideas bullendo de la cabeza al teclado con la música retumbando en sus oídos. ¿Sería música clásica? ¿Electrónica? ¿Saldrían diferentes los personajes de los libros que escribe acompañado de auriculares en caso de que a sus oídos llegara Wagner o David Guetta? Nunca lo sabremos.

Mitómano como soy, entré en el local y me acerqué a él mientras negaba con la cabeza al camarero que me ofrecía una mesa en el café. “¿Es usted Juan Pivol verdad?” le pregunté conociendo la respuesta. Se quitó los auriculares, me miró, y con cara de no entender lo que le pedía, me hizo repetirle la pregunta. “Sí, sí soy yo”, me dijo mientras apretaba la mano que le ofrecía y daba dos besos a la guaraní que no lo era. En caso de haber leído algún libro suyo, me habría bastado referirme al libro en cuestión, pero mientras fingíamos una sonrisa para la fotografía, no tenía nada que decirle sobre sus libros, que como digo, habían tenido un éxito de ventas bastante decente. Para cubrir esta laguna le dije “me gusta Roberto Bolaño”. Me sonaba que él había escrito algún artículo sobre el escritor chileno Roberto Bolaño, incluso que había hablado en alguna conferencia sobre él. “¿Conociste a Roberto Bolaño?”, me contestó entendiendo mal mi pregunta, y tal vez con un punto de esperanza de escuchar de mi boca algún detalle o anécdota desconocida sobre su vida. Le saqué de su error, me despedí de él y salí del local mirando de reojo como volvía a enfundarse los auriculares.

La guaraní parecía contenta. Para ella habíamos estado saludando a un famoso aunque oyera por primera vez su nombre hacía dos minutos. Al salir del local, permanecí unos minutos en silencio oyendo su voz ligeramente entusiasmada mezclarse con los vehículos de la calle Princesa, una abstracción que duró hasta bien pasados los cines Renoir y que tal vez todavía hoy dure. ¿Habré cambiado con mi interrupción alguna de las palabras que Pivol usa en los fragmentos del libro que nacieron aquel día en la cafetería de Princesa?, me preguntaba una y otra vez. De ser así, podría considerarme en parte escritor, porque he cambiado el orden de las palabras de un libro publicado al cortar el río que fluía de los dedos de su autor con la violencia de un torrente de agua, ahogando a su paso dudas como si todo lo que escribiera, cada punto, cada coma, fuera necesaria y retroceder resultara impensable. De ser cierta mi hipótesis, puedo haber cambiado el párrafo a miles de lectores desde Madrid a México DF. 

Entré en la estación de metro de Moncloa, me despedí de la guaraní e imaginé a alguien, en el futuro, en los meses o años que tardaría en salir ese libro aún en fase de gestación, leyéndolo con la avidez de los lectores que devoran páginas. Alguien que sale del metro y por querer acabar la página sigue leyendo mientras cruza el torno de seguridad y sube las escaleras para llegar a la superficie. Que quiere acabar el párrafo que por mi interrupción se ha alargado y se despista al cruzar la calle mientras un camión la deja tumbada sobre el asfalto con las páginas revoloteando y mi párrafo manchado de sangre.

Siento un segundo de vértigo y dejo de divagar. No puedo evitar las muertes del futuro. A lo mejor he acortado el párrafo y ese camión no ha aplastado a la ávida lectora. Tal vez la salvé. Quizá ese libro nunca llegue a publicarse. Puede que la editorial suprimiera ese párrafo. Y de todos modos, a quién le importa un párrafo. Ya no hay muchos lectores que salgan a la superficie leyendo. Ya no hay muchos lectores.


Semanas o meses después, ya no lo recuerdo, me senté en la misma mesa que el escritor mexicano, y sin auriculares ni calvicie empecé a teclear buscando que las palabras también fueran mis aliadas, que también ellas me permitieran crear magia mezclándolas y de paso me sacaran de la odiosa oficina. Conecté el enchufe del portátil y miré a través del cristal hacia la calle. La gente pasaba hablando y algunas miradas se cruzaban con la mía. Seguí yendo a esa misma mesa muchas tardes. Nunca nadie vino a decirme que le gustaba Roberto Bolaño. 

sábado, 2 de febrero de 2013

¿Cómo serán?


Te interrogas mientras oyes sus respiraciones pausadas mezclarse con el aire de la habitación. La cuna llena de peluches, la cama del espacio libre que bajo sus minúsculos piececillos su pequeño cuerpo irá cubriendo con el paso de los años.

¿Lo estaré haciendo bien? Te preguntas, y al despertar les sirves el desayuno, lavas los platos, y limpias sus mofletes manchados de chocolate mientras les oyes hablar ilusionados de esos personajes de dibujos animados a los que ya conoces por sus nombres y reconoces por sus voces sin necesidad de mirar la pantalla. Te lo preguntas a menudo, y cada día el plato de comer de su mesa proviene de las horas que has dedicado a hacer crecer el negocio de otra, de las largas conversaciones que has mantenido para contentar a tus clientes, de las mañanas en las que te has enfrentado al indomable viento invernal, todavía de noche, para llegar a tu silla a mirar una pantalla y responder al teléfono mientras el frío penetra en tus huesos.

¿Soy una buena madre? Te cuestionas, y cada tarde revisas sus deberes, corriges sus errores y no hay día que no aprendan algo nuevo salido de tus labios. Te miran con la admiración del que cree tener ante sí una gigante capaz de resolver cualquier duda, poseedora de todo el conocimiento universal. Por eso te preguntan, ante tu sorpresa por semejante ocurrencia salida de tan joven cabecita, por qué las nubes son blancas, por qué los perros ladran y dónde vive Dios.

Tienes dudas y te entristece pensar en los libros que no has conseguido que lean, en los juegos educativos en los que no has logrado que participen, pero cada noche, cuando el cuento se abre y dragones y piratas se despliegan ante sus ojos, el brillo en ellos es el color de las ilusiones, y mientras uno lee, pronunciando lentamente, casi sílaba a sílaba, su hermanito, aún incapaz de descifrar esos extraños códigos llamados letras, toca las imágenes con sus manos atraído por los mundos de fantasía que se muestran ante sí.

Y tú, que en la soledad de tu cama vuelves a dudar de tu capacidad como madre cuando el silencio invade la ciudad, durante ese día has viajado con ellos a tu infancia de animaciones que hablan, has luchado por no gritar cuando rechazaron la comida que con tanto mimo preparaste para ellos, has tomado el metro para ir a ganarte su educación, su comida, sus juguetes, sus sueños, y has curado la herida que se hicieron en el parque, donde también calmaste su llanto entre tus brazos.

Y sin embargo, al final de cada día, con la cabeza apoyada en tu almohada, la pregunta no para de rondarte en forma de eterna e inevitable preocupación. ¿Soy una buena madre? 

Lo eres.

sábado, 12 de enero de 2013

Escribiéndote desnuda



No hay humo. No fumamos. La habitación está a oscuras y tú ocupas la cama tumbada boca abajo. Desnuda. Tu respiración ya casi ha recuperado su ritmo normal, y tus ojos cerrados me dicen que estás en algún punto de la frontera entre la realidad y el sueño. Mi sudor y el tuyo están en tu piel mezclados, brillas y el cabello te cae ocultándote la nuca y extendiéndose sobre tu espalda. La sábana solo te cubre la pierna izquierda hasta el tobillo. Estiras la mano y no me encuentras. Por unos segundos no comprendes por qué no alcanzas a tocarme, por qué hay un vacío a tu derecha. Entonces te colocas tumbada de lado dejándome a la vista un pequeño cerco sombreado en la sábana y sin abrir los ojos lanzas al aire un "¿dónde estás?" desprovisto de fuerza, similar al del niño que llama a su madre en mitad de la noche. 

Sin defensas, sin bravura, entregada a mí con la ternura que el orgasmo y el cansancio físico han dejado en ti, me llamas de nuevo esperando mi respuesta, probablemente aguardando una voz lejana contestando con un “fui al baño” o un “fui por agua”, aunque pensándolo bien el agua nunca falta. Una jarra y dos vasos aparecen una y otra vez en tu mesita de noche cuando intuyes que puede pasar. 

Pero esta vez no, esta vez estoy frente a ti, mirándote, sentado en la mesa de tu habitación con un bolígrafo en la mano. Elijo no responderte y por fin abres los ojos y me miras extrañada. "¿Qué haces ahí?”, me dices con una media sonrisa juguetona, sorprendida de verme sentado a tu mesa solo cubierto por el bóxer que recogí del suelo. “Escribiéndote desnuda”, te digo, y tu extrañeza crece por instantes “¿Cómo?”. “Con palabras”. No lo asimilas y te me quedas mirando con curiosidad unos segundos buscando el juego oculto, el detalle que aporte luz a mi actitud. “Me escribes desnuda… ¿no me estarás dibujando?” “No. No te estoy dibujando”, respondo, el arte de crear imágenes sobre el papel nunca fue lo mío. Mis paisajes y retratos nacen con mayúscula y acaban en punto. Mis bocetos tienen párrafos.
“Te escribo”. Me escuchas y te quedas en silencio. Empiezas a comprenderme aunque en tu archivo mental las cosas no cuadren. No has visto en ninguna película que una modelo pose para un escritor, ni siquiera para un novio aficionado a escribir. 

Vuelves al silencio dejando caer tu cabeza sobre la almohada. Tu cuerpo es blanco y negro por la luz lunar que se cuela por la persiana. “Que cosas te inventas”, me dices con resignada incomprensión. Yo sigo llenando líneas con la descripción de tu cuerpo, detallando los rasgos de tu rostro, la posición de tus piernas, la fragilidad que desprendes desde tu escasa estatura, desde esos minúsculos pies que sustentan tu cuerpo. “¿Y tengo que hacer algo?”, me dices, dispuesta, con interés renovado, a participar de mi raro capricho y serme útil en mi extravagante propósito. 

“Nada”, te contesto sin apenas alzar la voz. Me haces caso y te quedas tumbada desnuda mientras te observo y te escribo. Por momentos pareces dormida y te estudio inmóvil, preguntándome como unos pocos lunares en tu espalda pueden tener ese poder erótico. Lo escribo. Pasados unos minutos entreabres los ojos y me miras con curiosidad. “¿De dónde sales?”, me espetas a modo de divertido reproche dándome a entender que te encanta que no sea normal, que haga cosas diferentes. 

Para ti es un excéntrico juego y para mi va más allá. Es el reto de plasmar la divinidad del cuerpo femenino. La belleza de perfecciones e imperfecciones, es un diálogo conmigo mismo que me ayuda a liberarme soltando sobre el papel el efecto que la quietud de tu cuerpo desnudo sobre las sábanas me produce. Me extiendo más de la cuenta frente al papel y el juego se te hace aburrido. Te duermes. El sudor ya se ha secado y la tinta moja el papel frenéticamente con adjetivos que hablan de ti. De tu cuerpo en blanco y negro. El silencio de la madrugada es abrumador, la llamada de tu piel empieza a tentarme de nuevo. Dejo el bolígrafo sobre las palabras que hablan de ti y me incorporo a la cama tumbándome a tu lado. 

“Te escribí desnuda”, te susurro despertándote. “Estás loco”, me respondes entre risas.

sábado, 20 de octubre de 2012

El Becario


Horas de biblioteca, leer, subrayar, cabezadas, soltar lo aprendido la noche antes, olvidarlo, volver a aprender. La Universidad daba una tregua. El verano. Pongo en práctica lo aprendido. Todos ‘vacacionan’, yo hago prácticas. No me hacen traer cafés ni fotocopiar, me dejan escribir noticias de menor relevancia observando con desconfianza mis primeros textos. Los últimos ya no los miran. La feria gastronómica, el programa de conciertos, los hábitos lectores en la playa, y hasta algún simulacro de rescate en alta mar con cuaderno y el bolígrafo acompañándome en una embarcación bajo las hélices del helicóptero. Apacibles veranos de costa cuando aún éramos ricos.

Los rayos de sol se apagan, las hojas caen, paso las hojas, memorizo, retengo, lo escupo sobre el papel, a veces aprendo, las menos, con la brillantez de algún profesor que deja a un lado la rigidez del programa para hablar de escritura, de contar historias, de periodismo. Estudio para aprobar, apruebo sin destacar, y hace calor de nuevo. Se acuerdan de mí, vuelvo a ser el becario, más seguro, conociendo el terreno, oyendo la familiar risa del compañero que habla con el político que conoce de hace años, las bromas que a veces rompen los largos silencios tecleados de la redacción de cuatro personas en la que a veces irrumpe algún fotógrafo a descargar su material con alguna queja en los labios.
Los viernes por la tarde nos regalamos un ron cola que ocupa su lugar junto al ordenador, el estuche lleno de bolígrafos y el cuaderno abierto por una página donde se lee algo escrito con prisa que solo su autor comprende.

El líquido desciende mientras se acaban los artículos sobre nuevos planes de urbanismo municipales. Los últimos resquicios de las redacciones de otro tiempo, ya solo se fuma en el balcón que da a la céntrica calle.
Un nuevo adiós con alguna palabra cálida llega. El fin de los libros también. Soy periodista. Un e-mail en el correo. Necesitamos un becario. Vuelvo. Pocas cosas han cambiado. Siguen dando 250 euros al mes y el alcalde promete nuevas obras y oleadas de turistas dispuestos a gastar. Cash. Miento. Hay algunos cambios. Piso menos la playa y más las oficinas del Servicio Andaluz de Empleo. Testimonios de la crisis. Cabreo y lágrimas expresados en palabras para dar voz a las víctimas de la crisis. En los auriculares vuelvo a escucharles sentado en la redacción, transcribo su dolor y le doy forma. Le preparo el plato al lector con datos, nombres propios y lamentos.

La beca acaba allí. Otro joven recién salido del horno académico ocupa mi lugar, despedida cargada de paternalismo, buenos deseos y un punto de compasión. Paso por otras redacciones. Escribo sobre comida afrodisiaca y me lo publican traducido a cinco idiomas. El sexo vende. Listas de noticias más leídas. A veces encuentro la historia, y entonces me abandono y mis dedos tienen línea directa con mi mente. A final de mes no supero los 500 euros. Nunca.

Otras redacciones similares me reciben en otros países donde el reloj marca la misma y diferente hora. Donde la noche cubre el cielo cuando el sol aparece donde nací. Allí descubro historias soñadas convenientemente cercenadas por el editor que las recorta por falta de espacio o decisión propia.
Los periódicos no son rentables, dicen. La publicidad no llega. En Internet están gratis. Me paso al otro lado. El pueblo ya no es mi clientela, lo son las empresas. Decirles cómo comunicar. Nuevas presentaciones, nuevas caras, y cifras similares en la cuenta a fin de mes. Vuelta a madrugar, llego a casa cansado, me duermo. Estoy tumbado en una cama, la piel arrugada, los huesos cansados, la vista borrosa. Un hombre vestido con pulcra ropa oscura me mira sonriente y extiende su mano. “Queremos hacerte un contrato”. Sonrío. Le estrecho la mano trabajosamente y al mirarlo con mayor atención observo bien su vestimenta. Es un sacerdote. Trato de apartar mis dedos pero me tiene sujeto con fuerza. “Ya está en la nómina de Dios”, afirma sonriente mostrando una dentadura imperfecta plagada de piezas de metal. Pierdo el sentido. Muero. Despierto. Pongo en práctica lo aprendido. Unos ‘vacacionan’. Yo hago prácticas.