miércoles, 25 de enero de 2017

La utopía de Adán



Hubo un tiempo en que Sancho Álvarez fue el único habitante sobre la faz de la tierra. Al menos así me lo aseguraba agitando las manos con énfasis y elevando el tono de voz mientras mi mirada de incredulidad le desesperaba.

Qué queréis que os diga, la posibilidad de que en algún momento Sancho hubiera caminado de acá para allá sin que ningún semejante plantara al mismo tiempo la suela de sus zapatos sobre el asfalto recalentado o el estrecho acerado, me parecía, como podréis comprender, otro producto más de una fantasía de la que había echado mano en no pocas ocasiones desde que regresara a su lugar habitual entre los parroquianos del bar 'La cuerda' tras un internamiento de seis meses en una institución mental por un severo episodio de lo que los médicos denominaron como un complejo cuadro de trastorno de personalidad y mitomanía.

Según la crónica de La Frontera, el diario local de mayor tirada, que tituló la información con un breve y gráfico ‘Perturbado ataca desnudo a transeúntes’, su encierro obligatorio se produjo después de haber sido detenido acusado de sendos delitos de exhibicionismo e intento de agresión. No en vano, Sancho Álvarez, un cincuentón de mediana estatura, algo de sobrepeso, poblado bigote y cabello negro como el carbón que en su juventud había sido un comprometido miembro del  Partido Comunista, sobresaltó –si tomamos como cierta la información aparecida en el mencionado diario, de la cual, por otra parte, no hay motivos para dudar-  la apacible existencia de un tranquilo barrio de clase media-alta al pasearse como Dios le trajo al mundo agarrando del cuello de la camisa o del abrigo, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo, a cuantos paseantes se cruzaban en su camino, a los que solicitaba a gritos que volvieran a dejarlo sólo, que nadie más que él mismo, -Adán, se había rebautizado en su arrebato de locura-, tenía derecho a circular junto a los bosques y caminos que, -proseguía, según la crónica, a voz en grito hirviéndole la sangre por la afrenta- colocó el Big Bang o la suprema divinidad creadora de todo lo visible y lo invisible para su exclusivo disfrute.

Con antecedentes tan poco fiables, comprenderán ustedes mi desconfianza hacia el inverosímil relato que Sancho Álvarez me presentaba entre las idas y venidas de Guadalupe, la camarera del bar 'La cuerda', una joven mexicana que había llegado a España tres años atrás huyendo de la inseguridad de su Ciudad Juárez natal después de que su vecino fuese tiroteado en el portal cuando volvía de la cantina visiblemente ebrio.

-          Pancho -dijo mirándome a los ojos fijamente y dejando transcurrir unos segundos antes de volver a articular palabra para envolverme en la solemnidad de su discurso, sabedor como era de que su airada reacción inicial a mi falta de fe en su historia no estaba dando resultado alguno-.
Nos conocemos desde hace muchos años, estudiamos juntos, y, mientras tú has sabido salir adelante, yo he vagado de aquí para allá luchando por causas perdidas con el mal fario por compañía. Puede que me lo haya buscado, pero te digo una cosa, no tengo ningún motivo para engañarte. Conozco un sitio donde estar solo. Un lugar al que nadie más que yo tiene acceso -aseguró con la frente brillante por el sudor-.

Aturdido por la sinceridad que transmitían sus grandes y vivaces ojos negros, que se movían frenéticos en sus cuencas, le pedí que me diera más detalles sobre ese lugar.

-          Verás Pancho, -dijo con el rostro serio, apartando la mirada sin centrarla en ningún punto para trasladarse mentalmente a aquel día-, durante mis andanzas varias a través del tiempo, he tenido la oportunidad de conocer las peores bajezas del ser humano, he visto a la policía torturar a mis camaradas, a muchos traicionar por cuatro duros los ideales por los que, según aseguraban solo meses atrás, darían su vida, y fruto de años de esos encuentros, o mejor dicho, de esos desencuentros, llegué a la conclusión de que quería apartarme de los hombres por completo. Alejarme. No como los monjes de clausura que rehúyen de la sociedad para entregar su vida a Dios. No. Tú sabes bien, amigo Pancho, que no me llevo bien con los todopoderosos e infalibles. Igual por eso me ha ido mal, ahora que lo pienso, y si algo de razón tienen los de la túnica, peor me irá cuando esté tres metros bajo tierra y el de arriba me cobre mis impertinencias. Bueno, el caso es que, en mi ímpetu por aislarme, viajé y recorrí mundo, y no encontré sitio alguno al que la alargada mano del hombre no hubiera llegado.

Estaba totalmente desanimado, abatido, resignado a permanecer entre la humanidad por el resto de mis días, cuando, mientras buscaba respuestas en un remoto poblado indio, un chamán, enterado de mi infructuosa búsqueda, tras escuchar pacientemente, como lo haces tú ahora, amigo Pancho, mi relato sobre la necesidad de encontrar la absoluta soledad, me habló en tono misterioso, sin concretar su ubicación, de un territorio que, por alguna razón desconocida para él, una vez por semana quedaba completamente deshabitado. Al hacerme esta confidencia, me advirtió de que desaconsejaba por completo visitar el lugar, en el que, según pude adivinar por su melancólica mirada, pasó cierto periodo de tiempo años atrás.  

El chamán me relató los peligros de alcanzar ‘el punto’, cómo él gustaba de llamar a dicho lugar. No fue fácil, y cerca estuve de abandonar y aceptar los consejos del anciano, pero tras muchas semanas de insistir y aprovechando la pobreza extrema en la que habitaba el sabio indio, eché mano de los pocos ahorros que me quedaban como último recurso. El chamán, que seguramente hoy ya no está entre nosotros y vio en los billetes una oportunidad de vivir sus últimos años de vida de manera más desahogada, soltó prenda y señaló en el mapa ‘el punto’, no sin antes volver a advertirme de los riesgos que conllevaba ser poseedor de dicho secreto.

Como te imaginarás, no perdí un instante en dirigir hacia allí mis pasos, y emprendí un largo viaje en el que tuve que lidiar con los insultos, golpes y humillaciones que conlleva cruzarse con malhechores de la peor ralea, desposeído como estaba de todo recurso y viéndome obligado a hacer autostop debido a la precaria situación económica en que me había dejado el chamán. El desagradable viaje, me sirvió, en cualquier caso, para aumentar mi interés por llegar a mi nuevo hogar al reafirmarme en mis posiciones sobre el género humano que tan bien conoces.

Dos semanas después de haber partido, llegué a mi destino y, tras cerciorarme de que no había cometido un error en la localización del lugar, se me vino el mundo encima. Centenares de personas ocupaban mesas en bares y restaurantes, los niños gritaban, los coches circulaban. Nada era como lo había imaginado,  lo cual, lógicamente, me llenó de ira hacia el chamán, al que menté la madre en no pocas ocasiones. Lo maldije unas cuantas veces más y me disponía a irme cabizbajo cuando la oscuridad de la noche invadió en cuestión de minutos toda la ciudad. Desaliñado y desalentado, reservé habitación en el hostal más barato del lugar, –al menos el que tenía apariencia más sucia y destartalada- y pernocté esperando con ansia la salida del sol para escapar de aquel desengaño mientras me movía de un lado a otro bajo las sábanas. Esa noche tuve horribles pesadillas en las que decenas, o quizá centenares de personas, me rodeaban y conversaban sin dejar un resquicio por el que huir.

Pero la mañana llegó Pancho, ¡y qué mañana! El sol salió radiante y el sonido de los pájaros penetró en la habitación haciéndome saltar como un resorte, aún empapado en sudor por los turbios sueños que acabo de narrarte. Entonces me asomé a la ventana esperando encontrar el urbano paisaje de cada día, y para mi sorpresa, no escuché sonido alguno. Salí a la calle corriendo por el centro de la carretera y no hubo coche que me atropellara, ni siquiera que tocara el claxon por invadir el que erróneamente consideran su espacio propio esos contaminadores de verbo tan fácil cuando de soltar a través de la ventanilla sinónimos de palabras soeces se trata. Grité con todas mis fuerzas y no hubo oído alguno que alcanzara a escucharme, y dejándome llevar por la euforia me desnudé ante los comercios cerrados y corrí extasiado como lo haría un neandertal en plena caza de su presa. ¡El chamán había dicho la verdad! No lo podía creer.
Tras disfrutar durante horas de mi exclusiva posesión del lugar, la noche me encontró exhausto y feliz. Esa noche me quedé allí, tendido al raso en posición fetal bajo un imponente árbol, tapado por una fina manta que había recogido de un contenedor, en las que fueron, y lo digo sin temor a equivocarme, las diez horas que mejor he dormido en toda mi vida. Y más horas habría estado si no hubiera aparecido aquel tipo enfundado en uniforme policial para instarme a abandonar el lugar usando palabras que no podía comprender pero que no parecían muy amistosas, seguramente tomándome por un vagabundo. Aún perturbado por mi descubrimiento, me vestí con la ropa que había dejado apilada junto al árbol y me fui de allí envuelto en la confusión sin saber a ciencia cierta si lo vivido el día anterior había sido real.

Durante días, viví una auténtica tortura esperando la llegada del momento en que volvería a ser el único habitante del punto, hasta que descubrí que el extraño fenómeno que parecía transportar a todos a una dimensión ajena a la mía, tenía una periodicidad semanal. Solo se producía los domingos.

Desde entonces, todas las semanas sin faltar una regreso para ser libre durante 24 horas. Y es la ilusión por la llegada de cada domingo la que me permite sobrevivir el resto de la semana entre las cervezas de este tugurio de mala muerte que paradójicamente para vosotros, los ignorantes que me tomáis por loco, se llama ‘La cuerda’. Yendo más lejos, -y esto te lo digo a modo de confesión privada, pues nada me haría más infeliz que lo que te cuento llegara a oídos inapropiados y me hicieran regresar al manicomio-, esos domingos, amigo Pancho, son la única razón por la que no he colgado una cuerda del techo de mi habitación camino del infierno tiempo atrás.

Tras esta íntima revelación suicida, un silencio reflexivo se interpuso entre ambos mientras apurábamos otra cerveza. Reconozco que la narración había atraído mi interés, y le interrogué con múltiples cuestiones acerca de tan extraño fenómeno a la vez que perdía la cuenta del número de cervezas que fueron, una tras otra, pasando por nuestras gargantas. Cuantas más sucumbían a nuestra insaciable sed, más verídica encontraba la historia de don Sancho. Así fue como, llegado un momento, totalmente fascinado, tomé su relato tan cierto como la misma existencia del oxígeno que respiraba, y en lugar de hacerme sentir complicidad o admiración, la idea de conocer la exacta ubicación de semejante sitio se tornó obsesiva en mi mente.

Sutilmente, y tras rechazar don Sancho categóricamente darme pista alguna acerca de dónde se encontraba la ciudad de tan mágicas propiedades, le invité, con la mejor de mis sonrisas, a tomar la penúltima copa en mi casa, a lo que accedió de inmediato complacido. Una vez acomodados en el sofá de mi apartamento le serví una y otra vez esperando que el alcohol ablandara su cerrada oposición a desvelar el secreto. No había manera. Al verlo permanecer alerta pese a la brutal ingesta de alcohol, me di cuenta de que otros ya lo habían intentado antes sin éxito, y que ni sumergiéndolo en un barril de vodka lo soltaría.

Un odio feroz por la imposibilidad de poseer su tesoro empezó a crecer dentro de mí. Me consumía. Mis dedos temblaban ligeramente y me clavé el colmillo en la parte derecha del labio hasta que el mismo don Sancho Álvarez me advirtió de que estaba sangrando. Maldiciendo, le dije que iba a la cocina a limpiarme, y tras dejar en una servilleta unas pocas gotas de sangre, en un impulso que aún hoy no llego a identificar de dónde emergió, agarré en cuestión de segundos el enorme cuchillo que reposaba sobre la mesa y lo hundí en repetidas ocasiones en el pecho de don Sancho, que había llegado a la cocina para interesarse por mi estado. Tuvo tiempo de emitir un leve y ahogado gemido envuelto en lúgubre sorpresa y cayó, perdiendo sangre a borbotones, sobre el suelo de la cocina.

Un silencio asfixiante llenó la estancia.

Pasados unos minutos mis pulsaciones bajaron y mi respiración se estabilizó. Sentí despertar de un trance, pero el alcohol aún tornaba algo turbia en mi cabeza la surrealista estampa ante la que me encontraba. Limpié todo con esmero y entre arcadas y visitas al baño para vomitar conseguí trocear el cuerpo e introducirlo en bolsas de basura tras haberlo desnudado. Me tomó varias horas, y para cuando hube acabado de recoger todo, un par de débiles rayos de sol se colaban a través de la ventana del salón y un fuerte dolor de cabeza había sustituido a la sensación de mareo.

Cansado y aterrado ante las posibles consecuencias de lo que había hecho, repasé mentalmente mis conversaciones con Sancho para estar preparado ante posibles denuncias de su desaparición. Llegué a la conclusión de que nadie le echaría de menos. Ligeramente aliviado, tomé de la silla en que los había dejado apoyados los maltratados pantalones de Sancho, salpicados de trazas de sangre seca, para tirarlos a la basura. Al levantarlos, de uno de sus bolsillos cayó un papel mil veces doblado que recogí con desinterés. Me dirigí con él en una mano y el pantalón en la otra hacia la bolsa de basura mientras, de forma mecánica, fui desdoblándolo hasta hacerme quedar con los labios entreabiertos y los ojos totalmente fijos en él. Era un mapa con un punto marcado.

Así fue como llegué aquí. Al hostal donde Sancho vivió aquel despertar en que fue el único hombre sobre la faz de la Tierra. Yo, tras años y años de regresar puntualmente cada semana en busca de la total soledad, ya no soy, a mi edad, capaz de aguantar los seis días de espera que requiere el asunto. Ni siquiera con las cervezas del bar ‘La cuerda’ amenizando la espera. Es por eso que hoy he decidido partir, si la soga resiste el peso de mis últimos vicios culinarios, al último viaje de mi vida, una despedida que no he querido materializar sin antes haber dejado testimonio en esta carta de los sucesos que rodearon mi llegada al sitio donde, en épocas distintas, Sancho Álvarez y un servidor descubrimos el desconocido placer de la ausencia de humanidad.

(Esta carta llegó, dos días después de ser escrita, al buzón del bar ‘La Cuerda’, y a su vez remitida a la policía por su responsable, Guadalupe Huertas. Las autoridades, tras realizar diversas pesquisas con cuerpos policiales de otros países y no encontrar registro alguno del suicidio, procederían a su envío, por vía postal, a don Ulises Lemes García, tío de Francisco Lemes López, alias Pancho, identificado como su único familiar con vida. Según sus allegados, Ulises, pescador de profesión, dejó las redes y buscó sin éxito durante el resto de su vida el lugar descrito por su sobrino en la carta, para lo que solicitó la colaboración ciudadana haciéndosela llegar a un conocido redactor del diario La Frontera, que para su frustración publicaría la misiva con notable éxito en la sección literaria del suplemento cultural del domingo bajo el título ‘La utopía de Adán’).

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