sábado, 17 de diciembre de 2011

Diálogos con resaca (I)


La habitación no existía. Todo era negrura mezclada con respiración agitada. El olor a alcohol aún perduraba en el inexistente cuarto. Entonces abrió los ojos.

Eleuterio: Joderrrrrrrrrr. Mierda de alcohol, vaya resaca. (Toca el botón de la lámpara y la luz se enciende haciendo existir a la habitación inexistente).
Alertado por el sonoro quejido, aparece en la puerta un joven.

Dámaso: Rata peluda ayer te ahogaste bien eh.
Eleuterio: Te diría que sí, pero no me acuerdo.
Dámaso: Tampoco me acuerdo de cuando nací y sé que ocurrió.
Eleuterio: No me vengas con filosofías baratas a estas horas eh.
Dámaso: Si son las 4 de la tarde chiquillo.
Eleuterio: Vale para cualquier hora del día. Es como el cartel de “hoy no se fía” que tiene colocado el tipo de la tienda. Nunca lo retira. El “a estas horas” es así.
Dámaso: Pues podría poner directamente “no se fía” quitando el hoy ¿no crees?
Eleuterio: No, no lo creo.
Dámaso: Te gusta llevar la contraria.
Eleuterio: No es así.
Dámaso: Decir lo opuesto siempre.
Eleuterio: Totalmente falso. Injuria.
Dámaso: Te gusta discutir, eso es todo. En el fondo no me molesta, combate el aburrimiento.
Eleuterio: No pienso igual. La discusión debe tener siempre un motivo, si no es algo artificial e inútil.
Dámaso: Conversar nunca es inútil.
Eleuterio: Pero tú si lo eres.
Dámaso: El alcohol de ayer te pone más combativo.
Eleuterio: Odio el alcohol.
Dámaso: Odios y más odios. Deberías suprimir esa palabra de tu vocabulario.
Eleuterio: No es una palabra. Es un sentimiento. Y no me hables como un hippie del 68 por favor. No resultas creíble.
Dámaso: Ya. Tú transmites más credibilidad que yo ahí hecho una piltrafa en la cama. Y te recuerdo que los sentimientos se explican con palabras.
Eleuterio: Los sentimientos no se explican. Se sienten y punto.
Dámaso: Siempre fuiste más de sentir que de pensar.
Eleuterio: Siempre fuiste más de pensar que de sentir.
Dámaso: Cuéntame que pasó ayer.
Eleuterio: Ayer son flashes.
Dámaso: Descríbeme las fotos pues.
Eleuterio: Ayer fui rey del mundo por unas horas.
Dámaso: Dulce y efímero trono el del borracho. ¿Y tuviste súbditos?
Eleuterio: Súbdita. Venezolana, 26 años.
Dámaso: Atiza, nunca cambiarás.
Eleuterio: Ya sabes que las españolas nunca me interesaron. Y deja de usar expresiones pasadas de moda. Me irritas.
Dámaso: Lo sé, por eso lo hago. También sé que prefieres la sangre joven llegada de más allá del Atlántico. Conquistar de nuevo lo que fue nuestro y un día perdimos.
Eleuterio: Nunca fue mío.
Dámaso: Tienes razón. Pero si a unos cuantos locos no se les llega a ocurrir eso de subirse a un trozo de madera hace 500 años, ayer no habrías tenido súbditos ni súbditas porque tu inglés es horrible.
Eleuterio: ¿No hablarían una lengua maya, inca o algo de eso?
Dámaso: No. Los gringos habrían arrasado, igual que hicieron con los indios.
Eleuterio: Vaya. Gracias Cristóbal Colón.
Dámaso: Y la venezolana por lo que veo tampoco fue tuya. Has dormido solo.
Eleuterio: Del beso al sexo hay un trecho.
Dámaso: Un pequeño paso diría yo.
Eleuterio: Dices mucho y haces poco.
Dámaso: ¿Me estás llamando perro ladrador?
Eleuterio: Ojalá fueras un perro. Vendrías a lamerme junto a la cama en lugar de darme discursitos a estas horas.
Dámaso: ¡Qué son las 4!
Eleuterio: ¡Qué no me importa!

viernes, 16 de septiembre de 2011

Allá dónde estés

(Para todas las mujeres víctimas de maltrato) 

Hoy se cumple un mes desde que te marchaste Manolo. Entre tu legado, la paz que hoy inunda la casa y el ligero temblor de mis manos, que hace mi caligrafía menos precisa que antaño, cuando la redondez de mi escritura era incuestionable.

La culpa me aflige al mezclar un término como “paz” –que pese a la brevedad de sus tres letras engloba un contenido tan bello y puro como manoseado- con algo tan contrario a la misma como es la pérdida de una vida, de tu vida Manolo.

No sé si desde donde te encuentras serás capaz de verme aquí, escribiendo sobre la mesa que tantas veces golpeaste durante tus accesos de ira. Ha cambiado todo tanto…

Desde que te marchaste he sido capaz de dormir algunas noches sin necesidad de tomar nada, pero no de sonreír, al menos eso ya lo has conseguido por una buena temporada. Tu fétido aliento a alcohol, que tantas veces me hizo nocturna compañía después de que cesaran tus golpes e insultos sólo es hoy el olor de mis pesadillas. Esos malos sueños en los que me despierto sobresaltada en mitad de la noche suplicándote que no me pegues en la cara, que mi nariz está sangrando Manolo, que mi camiseta se ha vuelto roja, que me vas a matar Manolo.

Hace ya un mes que dejaste este mundo y la soledad que siento me ha empujado a refugiarme en los recuerdos. Me entretengo tumbándome en el sofá, cerrando los ojos y rebuscando en mi pasado para embarcarme en el balance de lo que ha sido mi vida contigo. Esta casa en el campo, que un día fue el sueño que juntos concebimos me resulta hoy tan lúgubre y sombría…

Tus palizas han borrado casi por completo los días en los que me hacías feliz. Son tan escasos los resquicios por los que se cuelan nuestras carcajadas de ayer o nuestras miradas de sincero deseo. A veces, sin embargo, me sorprendo viendo aquel ramo de flores que tú mismo recogiste una mañana de 1984, y que al despertar contemplé ensimismada reposando cuidadosamente colocado en tu lado de la cama, aún caliente por tu reciente partida al trabajo. Era el ramo más bonito del mundo. Sin lugar a dudas.

Su lugar lo ocuparon las manchas de sangre. De mi sangre Manolo. Cambiaste mucho cuando supiste que no podríamos ser padres, que tu esperma no era capaz de dar a luz al niño que con tanto ahínco querías convertir en futbolista. Te abochornaba pensarlo, sentías tanta vergüenza de ti mismo, tal complejo de inferioridad.

Pero a mi no me importaba Manolo. Yo te quería. Te propuse otras opciones, podíamos seguir un tratamiento o adoptar un niño. Pero ya no oías. Me gritabas que no querías el hijo de otro y cada día llegabas más tarde y más borracho. Un día durante una discusión te atreviste levantarme la mano y golpearme, luego lloraste como un niño entre mis brazos desconsolado pidiéndome perdón. Y te perdoné. Pero los moratones pronto poblaron el cuerpo que con tanta delicadeza y mimo acariciaste en otro tiempo, un tiempo que hoy me parece que nunca haya existido. Son tantas las lágrimas que he vertido sobre la almohada ante tu indiferencia Manolo.

La casa que un día soñamos para una gran familia hoy es toda para mí. Que suerte tengo Manolo. Cada día puedo dormir en una habitación diferente, todo un lujo. Además ahora podré pasear por el pueblo sin oír cuchicheos y murmuraciones como “pobrecita, mira como tiene la cara”. Los días de compasión ya son historia Manolo. Ahora saldré a comprar el pan y no a comisaría. Ya no dirán “otra vez ella” en el cuartelillo. Las denuncias se quedaron en doce. Ah se me olvidaba, dentro de tres semanas tienes que declarar ante el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción. Si no puedes acercarte no pasa nada, imagino que allí donde estés ya te habrán hecho pasar por un Tribunal.

Lo que son las cosas Manolo. Yo temiendo que un día se te fuera la mano con el alcohol y me mandaras al otro barrio, y ha sido ese mismo alcohol, el que te convertía en una bestia salvaje e inhumana, el que hizo que hoy hace un mes tu coche se saliera de la carretera contigo dentro.

Hace ya mucho tiempo que no te quiero Manolo. Lo sabías bien y por eso amenazabas con matarme cuando te hablaba de separarnos. Hace mucho que habíamos dejado de ser lo que un día soñamos. Me hiciste sufrir tanto…

Hoy enciendo la televisión y siento dentro de mí una punzada extraña, la seguridad de que podía haber sido una de las tantas mujeres que llenan la sección de sucesos cada día, una de las que durante unas horas son recordadas en manifestaciones y por las muestras de indignación de unos cuantos vecinos y familiares para después sumergirse en la oscuridad de las profundidades. En las frías fosas de un olvido. Por suerte, las circunstancias me han dejado seguir siendo Dolores Márquez y no un número más en esa macabra lista que cada día enumeran los medios de comunicación.

Con esta carta, que más tarde depositaré junto a tu lápida, sólo quería despedirme de ti. Soltar lo que tanto tiempo he guardado dentro. No sé si algún día volveré a ser feliz. No sé si confiaré en algún hombre de nuevo. Ya no tengo fuerzas, pero no soy de las que se rinden fácilmente. Aunque me odie a mi misma por sentirme aliviada por tu ausencia, irrevocablemente eterna, me tranquiliza saber que la orden de alejamiento que te ha impuesto este juez sí tengo la certeza de que la cumplirás. Ojala nunca me hubieras hecho capaz de pronunciar esta frase. Ojala no me hubieras convertido en alguien capaz de odiar.

Quizá sea, ahora que lo pienso, tu mayor victoria póstuma.


(51 mujeres fueron asesinadas por sus parejas en los primeros 6 meses de 2011 en España. Centenares lo han sido en lo que llevamos de siglo. Miles en todo el mundo. Sufren en silencio y deben saberlo. No estáis solas).

martes, 26 de abril de 2011

Historia de un triatlón


Sábado 16 de abril. 18 horas, Sevilla. El sol se alza sobre el río Guadalquivir lanzando sus rayos con menos fuerza a cada minuto que pasa mientras abajo, en tierra firme, centenares de hombres y mujeres realizan los últimos estiramientos enfundados en sus monos de una pieza, una prenda que les acompañará en el reto que tienen por delante: 750 metros de natación, 20 kilómetros de bicicleta y 5 kilómetros corriendo, la distancia correspondiente a un triatlón Sprint, (los inscritos en la categoría Olímpica, que completan el doble de distancia, salieron horas antes). Entre ellos, aún sorprendido de encontrarme presto a lanzarme a las aguas del río, estoy yo. El Triatlón de Sevilla va a empezar y reflexiono sobre cómo he llegado hasta allí. Supongo que todo empezó en México, me digo. En esos kilómetros que zancada a zancada fui recorriendo a lo largo de muchos días de entrenos y carreras. Allí hice mi primer medio maratón, el de la Ciudad de México, con la idea apasionada de acabarlo. Y allí empecé a intuir que los límites de mi cuerpo estaban aún por explorar. Que los 21 kilómetros corriendo por una de las capitales más pobladas del mundo entre los ánimos de una ciudad volcada por su Maratón del Bicentenario eran sólo el principio. Desde fuera, correr es solo un acto aburrido y previsible que consiste en dar una zancada detrás de otra, así lo percibí durante muchos, muchos años. Sin embargo, cuando te sumerges en ello de verdad, la sensación de libertad es única. Pues bien, muchas carreras después, y de la mano de mi hermano Daniel, la osadía que suponía sumar a la carrera dos deportes más, la natación y el ciclismo, empezó a parecerme un reto sumamente atractivo. Y muchos videos y lecturas sobre triatlón después, con apenas dos semanas de entrenamiento, allí estaba, manteniéndome a flote en el agua esperando a que dieran la salida bajo la atenta mirada de familiares y amigos de los participantes.

Como buen novato, y pese a que me habían aconsejado que me situara en un extremo para evitar en la medida de lo posible los inevitables golpes que se dan cuando 300 personas empiezan a nadar a la vez, yo, listo de mi, y con la ambiciosa idea de no ceder gratuitamente ni un centímetro, me coloqué en el centro en primera línea. La salida me confirmó lo que ya sabía. Una mano que golpea mi cara por la derecha, un pie con el que choco al dar la brazada, la mano del de atrás que sube por mi muslo y me hunde haciéndome tragar un poco de agua y pensar fugazmente en lo poco saludable de la cuestión.... y la idea de no parar ni un segundo de dar brazada tras brazada entre el agobio de verte asediado por todos lados. Tras un fulgurante comienzo en que los nadadores más experimentados se colocan en los primeros puestos, me estabilizo en la mitad del grupo manteniendo el ritmo e intentando controlar la respiración. Pasamos por las boyas que señalizan el recorrido a seguir y nuevos golpes llegan de improviso en un nuevo atasco de nadadores. Me llevo un puñetazo que me desconcierta y me deja medio k.o. así que me pongo bocarriba impulsándome con los pies por unos segundos para recuperar el aliento. Funciona y vuelvo al tajo, brazada derecha, brazada izquierda, sacar la cabeza, respirar, brazada izquierda, brazada derecha...al sacar la cabeza veo que hay nadadores a mi lado así que me consuelo pensando que al menos estoy siguiendo bien el camino. Nada más lejos de la realidad. Unos metros más adelante, la piragüa que acompaña a los nadadores por seguridad, para ayudar en el desafortunado caso de que a alguno le diera una lipotimia (o se llevara una leche como la mia de antes) y se hundiera, nos indica que nos estamos desviando del camino. Elevo la cabeza mientras nado y me doy cuenta de que lleva razón, así que enderezo el rumbo y empiezo a notar que se me está haciendo un poco largo esto de nadar. Por fin, 18 minutos después de la salida, subo la rampa colocada en el río y me dirijo hacia boxes, donde la bicicleta me espera. Doy una rápida ojeada hacia atrás y veo con alivio que aún queda gente en el río. ¡No voy a ser el último al menos!



Gafas de nadar fuera, gorro fuera, gafas de bici dentro, casco dentro, calcetines y zapatos para la bici (calas), dentro. Un trago de aquarius, caliente tras unas horas expuesto al sol, para hidratar un poco, y adelante de nuevo. Go, go, go, vamossss. Corro agarrado a la bici saliendo de la zona de transición y por fin me coloco sobre el sillín para empezar a pedalear. Las calas se acoplan a los pedales y aún empapado por la prueba de natación, comienzo a sentir que el frescor del aire va poco a poco secándome. Los 20 kilómetros de bicicleta los afronto con muchas ganas, el recorrido es prácticamente llano y mantengo una velocidad superior a 30 kilómetros hora durante su mayor parte. No pasa mucho tiempo cuando empiezan a pasarme bastantes ciclistas a velocidades de vértigo. Yo cazo a unos pocos. Voy feliz sobre la bici, riendo con las miradas curiosas de personas que pasan por allí y se topan con la prueba, saludando a otros que dan ánimos, y tomando las rotondas y curvas con muy poco riesgo, frenando bastante (no vayamos a acabar por los suelos que es el debut hombre). 20 kilómetros después, y tras completar dos vueltas al circuito cerrado al tráfico establecido por la organización, llego de nuevo a boxes para una nueva transición. Fuera calas, fuera casco, dentro zapatos de running. Me quedo con las gafas de sol y empiezo a correr. Pronto noto que las piernas están cargadas por el esfuerzo hecho sobre la bici, pero aún así, correr es, con diferencia, mi mejor sector, y lo noto cuando empiezo a adelantar a decenas de triatletas que tras nadar y pedalear no andan ya muy sobrados de fuerzas. El parque del Alamillo nos recibe y mantengo un ritmo sin sobresaltos, estable, con el que completo los 5 kilómetros en 23 minutos alzando los brazos al llegar a meta 1hora y 25 minutos después de la salida de natación. ¡Ya soy triatleta! Pienso. La organización del evento nos proporciona aquarius, agua, frutos secos, manzanas, peras y hasta cruzcampo y nos regala la camiseta técnica de recuerdo. Cojo de todo menos cerveza (que no sirva de precedente). Otro recién llegado me habla de lo bien que entra el aquarius y le doy la razón. Voy a por la bicicleta y el resto de cosas, pues me quedan 10 kilómetros por hacer camino a casa. Estoy contento. Pese a los golpes nadando, las rotondas con la bici, o las piernas cargadas corriendo. Ha sido divertido y repetiré. ¡No cabe duda!

PD: Dedicado a mi hermano Dani, que por una desafortunada lesión el día antes no pudo acompañarme en el Triatlón, que él iba a completar en distancia Olímpica (1,5 kms nadando, 40 en bici y 10 corriendo).

PD1: Quedé en el puesto 300 de entre 500 participantes en mi categoría. Me doy por satisfecho, al haberlo hecho prácticamente sin entrenar tengo margen de mejora.

viernes, 11 de marzo de 2011

Una pausa

Una pausa, con su permiso, para escribir un texto sin pausa. Que se pueda rapear, que se pueda cantar. Una canción triste. De resaca en un día gris. De sueños sin cumplir. Una vida tirada entre copas. Como Bukowski pero sin su talento. Es difícil explicar como me siento. Vacío, desmotivado. Leer noticias en la noche en mi portátil no es lo mismo sin que duermas a mi lado. Mientras sueñas aunque al despertar no recuerdes nada. Y solo te estires. Yo iba de una página a otra, leyendo como un adicto a la novedad. Mi dosis de información en español, inglés y francés. Y tú me dices duérmete, abrázame, quiéreme. Pero mi sed no se calmaba, era un yonqui. Un terremoto, un atentado, es un corrupto, golpe de estado. Y en la habitación oscura solo necesitabas un beso, unas palabras, llenas de magia, abracadabra. Esos susurros de frases hechas. Cuánto te quiero, que dulce cuando duermes, eres un ángel. Respirabas a mi lado y hoy, el día está nublado, yo atormentado. En un triste desahogo de marzo, un mes sin historia, ni frío ni calor. Incomprendido, decepcionado, sin ti a mi lado. El sofa es la tumba, la television me atonta, embelesado. En un día de resaca sin sentido. De frases cortas y caras largas. El tiempo se detiene en la burguesa Europa. No pasa nada. Aquí no pasa nada. Un fácil bienestar de vidas calculadas. Aquí nazco, aquí crezco, aquí mi coche, mi boda, mis hijos. Aquí. Miles de vidas grises y anestesiadas llenas de felicidad. Aquí. Saben el nombre del panadero, del carnicero, del frutero, y el tiempo pasa, los árboles pierden sus hojas y las recuperan, ellos pierden el pelo y no vuelve. Tampoco sé si ella volverá. Los días ya no son lo que eran. Una pausa, para reflexionar. Ya no quiero cambiar el mundo, ya me resigné. Acepté mi condición de gota de agua en el mar, de hormiga en el hormiguero, de insignificante mota de polvo. Poco que aportar que otros no hayan dicho o hecho antes. Repetitivo. Una existencia destinada a acabar en olvido. Y en soledad, todos pensamos que tenemos algo especial, diferente. Ellos no saben lo que guardamos en la mente, qué potencial, sin explotar. Hola Roberto, qué tal estás, mis hijos bien, mi madre mal. Y al mayor no sé que le pasa, lo dejó con su novia y se la pasa en casa, desmotivado, atormentado. Escribe un blog y no sonríe. Él no lo sabe, pero lo leo, y dice cosas raras sobre nombres de fruteros y pelo y hojas que caen. Pobre chico. No te preocupes, se le pasará, es normal. La edad. Abocado a la cómoda mediocridad. Me desahogo lanzando alegatos (anti) optimistas, (anti) sedentarios contra la dictadura de la felicidad aprovechando un día gris de marzo y que ya no respiras mientras leo. Y de vez en cuando salgo, río, grito, corro, salto y bebo. Enloquezco. Al día siguiente todo sigue siendo gris y el mundo sigue viendo con recelo cualquier proclama contra la agobiante normalidad. Contra su modelo de funcionarios. De 9 a 2. De lunes a viernes. Palabras que son aire y se las lleva el viento, habría dicho Becquer. Y dime tú, cuando el amor termina, sabes tú a dónde va. Una pausa, con su permiso, para escribir con la yema de los dedos un poco más de aire. Un poco más de viento.

domingo, 20 de febrero de 2011

Una noche en Puebla (II)

"Todo tiene un final", filosofo apurando las últimas gotas de la Corona hecha en México poco antes de cerciorarme, con un golpe de vista y algo de mala leche, de que la desocupada camarera ha desaparecido. El desamor cantado termina sin llegar a conmoverme con un agudo sonido del barbudo intérprete, y pocos minutos después la sala ve crecer su clientela con la llegada de un numeroso grupo. La camarera se acerca para tomarles nota y aprovecho la oportunidad para tratar de adelantarme en mi demanda de 4,5 grados más de alcohol a 20 pesos la unidad. No está mal. Ni bien. Pero hoy no me apetece escatimar.

"Otra", digo sin hablar, vocalizándo la palabra exageradamente mientras dirijo el dedo índice a la botella vacía. Gano en la foto finish a los recién llegados y un nuevo zumo de cebada asalta de nuevo mis sentidos, desacostumbrados a su antaño cotidiano circular por mi garganta. Casi simultáneamente, el dueño del escenario da un nuevo trago a su chela como preludio a un nuevo tema. La melodía me envuelve, el mensaje lo pierdo en mi inglés nivel medio. Eso dice mi curriculum.

Las luces también rodean el semblante serio de Van Gogh, uno que no quiso vivir más, y, en contraposición, la ciudad de Puebla destila vida. Siento penetrar una ráfaga de viento frío por la ventana situada a mi espalda y decido echar un vistazo. Una pareja combate las bajas temperaturas abrazándose, y una joven contempla, agarrada a las rejas, el espectáculo musical aplaudiendo de forma entusiasta después de cada canción. El chivo se deja de 'gringadas' y se pone patriota. Entona el 'Cielito Lindo' tras hacer aflorar unas risas con un breve aserto en el que explica que una vez tocó en un tugurio... a una mujer.

"¡Canta y no llores!", alza la voz. "Ese consejo podía haber servido de algo a Van Gogh", pienso con la inamovible chava a mi espalda esbozando una sonrisa entre tímidos bailes e intercambio de miradas de complicidad con el dueño del micrófono. Ella no le dirá 'bonjour', pero una mexicana es una mexicana. Son las siete y media de la tarde, pero la oscuridad cerrada hace que parezcan las 11 de la noche. Me siento bien y hay pocas posibilidades de que no me emborrache hoy, lo que tras semanas de trabajo y entrenamientos para alguna que otra carrera, no supone problema alguno mientras no pierda el papel con la dirección del 'hotel', título que por extraño que parezca también tiene mi alojamiento, un cuarto en el que casi no cabe la cama a 100 pesos (6 euros) la noche.

La palabra amor vuelve a salir en una canción y divido mentalmente las canciones en dos tipos, las que hablan de amor y las que lo hacen de desamor. Un solo de guitarra cambia el ritmo y el grupo numeroso baja el volumen de su conversación. La que ríe continúa haciéndolo. "Otra que conozco", me digo al oír una letra que me resulta familiar. Solo voy por la segunda cerveza pero ya me apetece ir al baño. Están limpios y dos carteles llaman mi atención. El primero advierte a los fumadores de que la prohibición de no fumar también se extiende a los sanitarios, para evitarles así indebidas tentaciones pasajeras allí donde no llega el ojo de camareras desocupadas y ociosos encargados de barra. El segundo me sorprende más: "Lávense las manos por favor", anuncia erigiéndose en defensor de la higiene individual. ¿Será lo próximo colocar carteles en la calle pidiendo a la gente que se bañe?.

A mi regreso, veo en la carta que pese a la imposibilidad de fumar venden paquetes de cigarrillos en un mensaje que viene a decir: "Mientras me dejes unos pesos, jódete los pulmones donde quieras menos aquí". La música deja de interesarme y se queda en un mero telón de fondo de mis pensamientos. Es domingo, y pienso que ojalá fuera sábado. Los domingos las noches cierran antes. Están de cruda. Los besos, en cambio, nunca descansan, y a mi lado, en el grupo numeroso, una pareja se aisla del resto mientras la mano de él busca la cintura de ella, y diez segundos después él recupera la compostura ajustándose su gorra nike.

Un rastro de espuma desciende por la agonizante botella de Corona tras un nuevo trago. "Voy lento pero seguro", me digo mientras una mala versión del 'Imagine' de Lennon saca levemente al público del letargo arrancando unos aplausos. Pido otra antes de dar la estocada y el tiro de gracia a la anterior, e intercambio la llena por la vacía. Salgo ganando. "El abuso en el consumo de este producto es nocivo para la salud", advierte la etiqueta. No sé donde está la frontera, pero varias chelas después empiezo a ver todo de otra manera. Tengo ganas de saber cantar, de elegir las letras, de sentir esa libertad tan grande de decir ante el público lo que quiera. Nadie puede cerrar los oídos.

Sí pueden -por desgracia- cerrar los locales, por lo que me toca ir en busca de destinos más movidos con el escepticismo de vivir en domingo luchando con una leve burbuja de silenciosa euforia alcohólica. Camino por calles desconocidas y encuentro lugares donde es jueves. Sigo avanzando y me topo con un viernes en la fuerte música de un bar donde la cubeta de chelas se despacha a 150 pesos. "Qué coño, me quedaré hasta el sábado".

martes, 25 de enero de 2011

Una noche en Puebla (I)

Un retrato de Vincent Van Gogh con su característica barba rojiza permanece impasible en la pared mientras en el escenario, un joven con el rostro también poblado de pelo, -negro en su caso- canta sobre los cuchillos que clava La Flaca de Calamaro. Una Corona con dos tragos menos bien fría reposa sobre una servilleta en mi mesa. Tres tragos menos. Las luces rodean parpadeantes e inquietas la figura del músico mientras los dedos de su mano derecha hacen vibrar las cuerdas de la guitarra. Una pareja que cuchichea y ríe, una camarera sin nada que hacer y otro par de -aparentemente- enamorados contemplan la escena. Mi mesa, situada bajo un foco de luz, me permite inaugurar una recién comprada libreta, hecha, según el vendedor de grandes rastas, a base de materiales reciclados o derivados del café. Su imperfecta blancura es mancillada por un bolígrafo de una empresa de la que jamás oí hablar con un número de teléfono inscrito.

Con su tono dorado y casi cuatro tragos menos, la Corona se ve igual de apetecible. Nuevas canciones, desconocidas para mí, salen de la garganta del músico que canta junto a Van Gogh. "Su barba recuerda a la de un chivo", pienso mientras la pareja que cuchichea ríe casi histéricamente y pide al artista que interprete sus rolas favoritas.

Dos chicas más llegan al local, al que he ido a parar casualmente tras caminar sin rumbo por las calles de Puebla. A su lado, unos puestecillos con jóvenes de barba poblada y mujeres de tez oscura ofrecen artesanías, pulseras, libros y adornos de cristal. El más concurrido no es, sin embargo, ninguno de ellos. Un experto en el manejo del spray de no más de 30 años congrega a su alrededor a decenas de personas que con expresiones de admiración le ven acabar un cuadro tras otro con un instrumento más acostumbrado a llenar muros y paredes de graffitis.

"Qué diría Van Gogh de eso", me pregunto observando su imagen colgada de la pared. Puede que le gustara, por qué no. A su lado comparten espacio en el local la ilustración de un águila devorando a una serpiente sobre un nopal y una pintura de tres personas que con la boca abierta transmiten un desesperado y silencioso grito. Forman una extraña mezcla que une a un pintor que se pegó un tiro en los campos de Holanda siglos atrás con el escudo mexicano y una siniestra imagen. Curiosa estampa.

El chivo también grita, y lo hace en inglés. No me gusta demasiado. "Prefería a 'La Flaca' de Calamaro", me digo mientras la cervecería Modelo S.A. de CV sigue dándome a probar su producto 'Hecho en México', como dice en sus etiquetas. Cuando China se ponga a fabricarla igual que hace con las Vírgenes de Guadalupe todo habrá acabado. O no. La globalización hace que Van Gogh conviva con el águila nopalera en un ambiente cargado de chelas que hace crecer en mí el deseo de emborracharme. Para qué negarlo.

Una canción en el idioma de Shakespeare acaba y la pareja de risas estridentes e incómodas propone algo. "¿Puede cantar él una canción?", solicita la novia, que parece conocer al músico. El cabrito accede. Se le ve buena onda. El comienzo no es muy prometedor, y con una frase cursi dice que esta canción se la dedica a su novia, la cual responde con más risas plenas de decibelios compartiendo mesa ahora con el cantante al que su pareja sustituye. El nuevo dueño del escenario no lo hace mal, y la escandalosa receptora de la canción dedicada no cabe en sí de gozo. "¡Bravo!", exclama emocionada mientras aplaude frenéticamente. Envalentonado, el novio se apropia del puesto y se atreve con varias canciones más. Son lentas y hablan de amor. Un nuevo grupo se sienta junto a mí ocupando una mesa y por la conversación telefónica de uno de ellos me entero de que estoy en el bar Realengo, callejón Carolina, calle no se qué de Oriente.

El novio concluye su actuación con un tema que habla del Fantasma de Canterville. Su novia ríe incansable. Apuesto a que el día que se case irá riendo hasta el altar y que en el banquete él pedirá dedicarle otra canción. Es domingo. Solo los alcohólicos de cantina y los borrachos beben en domingo. Sin olvidar a los señores de sotana que levantan el sagrado cáliz.
La camarera se aburre. El barbudo vuelve a escena y también se apunta a eso de ponerle un toque cursi a la noche. "Mi novia no está acá pero le dedico una canción chiquita", dice. "Ella estaba tan brillante en el andén/ y tenía un novio, Rubén/ y yo la ví.../ pero yo no la escogí/ los hombres no escogen", continuó poco antes de referirse a cuando vivió en París y Asia. "Parece que ha visto mundo", me digo, y su revelación me hace imaginármelo conquistando con su voz a más de una. Y de dos. Meciéndole las barbas alguna francesa le habrá despertado con un 'bonjour' con el sol apenas saliendo. Oh la la. París, París. "No hay amor sin desamor", prosigue. "Me escogió...  para un rato".

jueves, 13 de enero de 2011

Una historia de arena y frontera

En primer lugar, un saludo a todos los que visitan mi blog de reciente creación. En él espero plasmar pensamientos y situaciones, y también, por qué no, publicar algunas de las historias que merecen ser contadas de mi estancia mexicana. La de este joven cordobés es una historia de arena y frontera, de carretera e ilusiones. Desde Europa, una odisea casi irreal. En México, un camino que no pocos han recorrido.

El fin de la tierra prometida

Un cordobés que cruzó la frontera por Arizona rememora sus vivencias

Álvaro Sánchez
EL MUNDO DE CÓRDOBA

“¡Agáchense hijos de su puta madre que nos van a agarrar!”. El grito del vociferante pollero resonaba en pleno desierto de Sonora sobresaltando a Ulises y haciéndole echar cuerpo a tierra sin pensarlo dos veces. La patrulla fronteriza y las luces reflectoras habían pasado cerca. No lo suficiente.

Inicia el viaje
Un viernes por la noche partió la expedición a Estados Unidos en la que el cordobés Ulises (nombre ficticio), se embarcó junto a 30 personas previo pago de 15.000 pesos mexicanos. Era el precio de querer volver con la mujer que le dio a luz, con la madre que dos años antes había puesto rumbo al sueño americano en un autobús similar al suyo y el mismo pollero al mando.

Con sólo 16 años, sus preocupaciones dejaron de ser las chicas de la Prepa y ganar al fútbol para centrarse en evitar que unos hombres uniformados y armados hasta los dientes le cortaran el paso en medio de un océano de arena tras cruzar el país de cabo a rabo. Un día después, el sábado, llegaba a Sonora, fronterizo con Arizona, donde unas colchonetas en el suelo esperaban a toda la expedición. El lunes comenzaba la marcha tras recibir consejos breves y directos. “Guarda el dinero y si viene la 'migra' no corran, lo volveremos a intentar”. Tres litros de agua, comida para dos días y un pasamontañas formaban el equipo. “Mamá voy para allá”, avisó Ulises.

Formen filas
El grupo se alinea formando una fila para evitar dejar huellas que dieran pistas. Los alambrados les obligan a arrastrarse y cada hora suponen unos metros menos hacia el ansiado destino final. Tras diez horas caminando espoleados por el intenso frío de la noche, el reflector les ilumina de lleno y se dispersan corriendo en desbandada ante la cercanía de la policía. Ulises mira a su alrededor mientras trata de recuperar el aliento, está junto a cuatro hombres y tras despojarse de los pasamontañas ninguno es el pollero. No saben el camino.

En su travesía hacia lo desconocido los alimentos van escaseando hasta agotarse, la sed y el hambre aparecen y Ulises, ya enfermo con tos, piensa lo peor. “En esos momentos me decía: ya me voy a morir, ¡no sé para qué me vine!”. Uno de sus acompañantes busca una solución desesperada, irá en busca de la ‘migra’ para que lo agarren y pedir ayuda. “El chiste es salir con vida”, dice al resto. Ulises y sus tres acompañantes siguen caminando y beben de un charco de agua sucia cuando de repente vislumbran un grupo. Son personas que tratan de cruzar la frontera. Rápidamente les ofrecen agua y comida y se unen a ellos. El camino sigue y las luces de una ciudad norteamericana aparecen en el horizonte mientras el nuevo pollero les pide que se apuren. “A las cinco nos recoge la camioneta”, afirma. A esa hora, un vehículo Ford Aerostar conducido por dos estadounidenses les sube a bordo tumbados para evitar ser detectados.

Son internados
Hora y media después son internados en el cuarto de una casa, Ulises se deja vencer por el sueño y al abrir los ojos unas 50 personas comparten la estancia. “Quítense cinturón y zapatillas”, les piden. Entre la confusión, el joven cordobés se entera de que han de pagar 1.500 dólares para que les permitan abandonar el lugar, vigilado por seis hombres armados. Uno de sus compañeros pide un teléfono y recibe un tirón del cabello y ser apuntado con una pistola como respuesta. Horas después, Ulises hace el intento. “La verdad yo no traigo dinero, me vas a tener aquí meses y meses porque la que tiene dinero es mi mamá”. Les resulta convincente y a la una de la madrugada del sábado su madre llora al otro lado del teléfono al escuchar su voz. “Te daba por muerto”, dice a su hijo entre sollozos. Ulises, que aún no sabe dónde se encuentra, pregunta a los que le retienen. “Phoenix, Arizona”, responden. A continuación, explica a su madre que necesita pagar 1.500 dólares. “Pásame a esos pendejos”, le dice enfadada.

Se llega a un acuerdo para hacer el intercambio el domingo. La espera se hace interminable e incluso gana la confianza de sus captores tras aliviar el dolor de cabeza de uno de ellos con una pastilla. “Nuestros jefes nos pagan muy bien y nos traen drogas y mujeres”, le cuentan. “¿Y qué hacéis con los que no pagan?”, pregunta. “Les damos una madriza y los abandonamos en el desierto”, explican sin tapujos.

La hora llega y Ulises se coloca el cinturón y los zapatos, le vendan los ojos para que no reconozca la dirección de la casa y un vehículo lo lleva al encuentro de sus familiares. “El dinero”, les espetan, “primero queremos verlo”, solicitan sus parientes. Una pistola empuñada zanja la discusión. Los 1.500 dólares son entregados y Ulises recupera su libertad. Su mamá lo recibe en Los Ángeles con lágrimas de felicidad y él se desmaya.

Cuatro años en Los Ángeles fueron suficientes, y a sus 20 primaveras Ulises retornó a Córdoba con dinero ahorrado. Fue uno más de los muchos que diariamente prueban suerte en busca de familiares o huyendo de la pobreza. Desde el pasado mes de julio, la Ley Arizona les cuelga el cartel de delincuentes, y pese a no ser bienvenidos, muchos más Ulises seguirán cada día arrastrándose bajo los alambrados del desierto entre los gritos vociferantes de un pollero.