Me senté en la misma mesa que el
escritor mexicano. Y si no era esa, era la más cercana. Lo había visto erguirse sobre el respaldo de su silla en el mismo sitio que ahora yo ocupaba. Fue paseando por la madrileña calle Princesa con una amiga paraguaya que visitaba la ciudad. Lo recuerdo perfectamente. Acera izquierda, giro la cabeza a la izquierda, un movimiento natural, la mirada
traspasando el cristal sin rumbo concreto, y ahí estaba, el tipo de la carátula
de los libros. Era Juan Pivol. Calvo, concentrado, tecleando frenéticamente con
unos enormes auriculares que cruzaban su cabeza (¿sería agradable el tacto de
los auriculares sobre la piel?). Lo vi e interrumpí bruscamente las
palabras de la paraguaya, a la que de vez en cuando llamaba guaraní aunque no
lo fuera, haciéndole partícipe de mi hallazgo. Un descubrimiento que por supuesto
no la entusiasmó dado que nunca había oído hablar del tal Juan Pivol, escritor
mexicano con más de una decena de libros publicados y un éxito notable dada su juventud.
No recuerdo bien de que
hablaba con la guaraní cuando vi a Pivol. Seguramente de los robos, cada vez más frecuentes, que venían cometiendo los clientes
de la cadena de ropa en la que ella trabajaba y que le habían obligado a salir corriendo tras un joven sin saber muy bien qué hubiera hecho en caso de que este se hubiera detenido, pero no estoy muy seguro. El
caso es que yo, aunque conocía a Juan Pivol por los periódicos, nunca había leído nada suyo, por
lo que analizándolo ahora, encuentro la alegría que me despertó verlo a través
del cristal de la cafetería, un tanto extraña. Tal vez se debiera al hecho de que fuera escritor
y mexicano, dos cosas que siempre he querido ser. De haberme
encontrado a alguien con solo una de estas características, no habría
reaccionado como lo hice. Posiblemente habría detenido mi mirada un par de
segundos más de lo habitual en el escritor o el mexicano, y habría seguido mi
camino. Como la mujer que se da cuenta de que el maniquí del escaparate lleva el
modelo que compró hace unos días.
Mi principio de euforia al ver a
Juan Pivol se torna aún más sorprendente en tanto que, si ser escritor y
mexicano son cualidades que por irracional que parezca, tengo en alta estima, preferencias que achaco a los meses que pasé en México y los libros que desde la infancia he leído,
mi atención solo la atraen los escritores mexicanos que ambientan sus obras en
México, temática que en la obra de Juan Pivol solo aparece de refilón en un
ensayo sobre América Latina que escribió al comienzo de su carrera literaria.
En sus otros libros, Pivol hace moverse a sus personajes por el Imperio
Astro-Húngaro, las laderas de Mongolia o el ruidoso Tokio.
Y sin embargo me detuve. Paralizado
observé el cristal y su rostro transmitía el placer de estar en plena orgía
creativa, se podían sentir las ideas bullendo de la cabeza al teclado con la música retumbando
en sus oídos. ¿Sería música clásica? ¿Electrónica? ¿Saldrían diferentes los
personajes de los libros que escribe acompañado de auriculares en caso de que
a sus oídos llegara Wagner o David Guetta? Nunca lo sabremos.
Mitómano como soy, entré en el
local y me acerqué a él mientras negaba con la cabeza al camarero que me
ofrecía una mesa en el café. “¿Es usted Juan Pivol verdad?” le pregunté
conociendo la respuesta. Se quitó los auriculares, me miró, y con cara de no
entender lo que le pedía, me hizo repetirle la pregunta. “Sí, sí soy yo”, me
dijo mientras apretaba la mano que le ofrecía y daba dos besos a la guaraní que
no lo era. En caso de haber leído algún libro suyo, me habría bastado referirme al libro en cuestión, pero mientras fingíamos una sonrisa para la
fotografía, no tenía nada que decirle sobre sus libros, que como digo, habían tenido un
éxito de ventas bastante decente. Para cubrir esta laguna le dije “me gusta
Roberto Bolaño”. Me sonaba que él había escrito algún artículo sobre el
escritor chileno Roberto Bolaño, incluso que había hablado en alguna conferencia sobre
él. “¿Conociste a Roberto Bolaño?”, me contestó entendiendo mal mi pregunta, y
tal vez con un punto de esperanza de escuchar de mi boca algún detalle o
anécdota desconocida sobre su vida. Le saqué de su error, me despedí de él y
salí del local mirando de reojo como volvía a enfundarse los auriculares.
La guaraní parecía contenta. Para
ella habíamos estado saludando a un famoso aunque oyera por primera vez su
nombre hacía dos minutos. Al salir del local, permanecí unos minutos en
silencio oyendo su voz ligeramente entusiasmada mezclarse con los vehículos de
la calle Princesa, una abstracción que duró hasta bien pasados los cines Renoir
y que tal vez todavía hoy dure. ¿Habré cambiado con
mi interrupción alguna de las palabras que Pivol usa en los fragmentos del
libro que nacieron aquel día en la cafetería de Princesa?, me preguntaba una y otra vez. De ser así, podría
considerarme en parte escritor, porque he cambiado el orden de las palabras de
un libro publicado al cortar el río que fluía de los dedos de su autor con la violencia de un torrente de agua,
ahogando a su paso dudas como si todo lo que escribiera, cada
punto, cada coma, fuera necesaria y retroceder resultara impensable. De ser
cierta mi hipótesis, puedo haber cambiado el párrafo a miles de lectores desde
Madrid a México DF.
Entré en la estación de metro de Moncloa, me despedí de la
guaraní e imaginé a alguien, en el futuro, en los meses o años que tardaría en
salir ese libro aún en fase de gestación, leyéndolo con la avidez de los lectores que devoran páginas.
Alguien que sale del metro y por querer acabar la página sigue leyendo mientras
cruza el torno de seguridad y sube las escaleras para llegar a la superficie.
Que quiere acabar el párrafo que por mi interrupción se ha alargado y se despista
al cruzar la calle mientras un camión la deja tumbada sobre el asfalto con las páginas
revoloteando y mi párrafo manchado de sangre.
Siento un segundo de vértigo y
dejo de divagar. No puedo evitar las muertes del futuro. A lo mejor he acortado
el párrafo y ese camión no ha aplastado a la ávida lectora. Tal vez la salvé. Quizá ese libro
nunca llegue a publicarse. Puede que la editorial suprimiera ese párrafo. Y
de todos modos, a quién le importa un párrafo. Ya no hay muchos lectores que
salgan a la superficie leyendo. Ya no hay muchos lectores.
Semanas o meses después, ya no lo recuerdo, me senté en la misma mesa que el
escritor mexicano, y sin auriculares ni calvicie empecé a teclear buscando que
las palabras también fueran mis aliadas, que también ellas me permitieran crear
magia mezclándolas y de paso me sacaran de la odiosa oficina. Conecté el
enchufe del portátil y miré a través del cristal hacia la calle. La gente
pasaba hablando y algunas miradas se cruzaban con la mía. Seguí yendo a esa
misma mesa muchas tardes. Nunca nadie vino a decirme que le
gustaba Roberto Bolaño.