Hubo un tiempo en que Sancho Álvarez fue el único
habitante sobre la faz de la tierra. Al menos así me lo aseguraba agitando las manos
con énfasis y elevando el tono de voz mientras mi mirada de incredulidad le
desesperaba.
Qué queréis que os diga, la posibilidad de que en
algún momento Sancho hubiera caminado de acá para allá sin que ningún semejante
plantara al mismo tiempo la suela de sus zapatos sobre el asfalto recalentado o
el estrecho acerado, me parecía, como podréis comprender, otro producto más de
una fantasía de la que había echado mano en no pocas ocasiones desde que
regresara a su lugar habitual entre los parroquianos del bar 'La cuerda' tras
un internamiento de seis meses en una institución mental por un severo episodio
de lo que los médicos denominaron como un complejo cuadro de trastorno de
personalidad y mitomanía.
Según la crónica de La Frontera, el diario local de mayor tirada, que tituló la información con un breve y gráfico ‘Perturbado ataca desnudo a transeúntes’, su encierro obligatorio se produjo después de haber sido detenido acusado de sendos delitos de exhibicionismo e intento de agresión. No en vano, Sancho Álvarez, un cincuentón de mediana estatura, algo de sobrepeso, poblado bigote y cabello negro como el carbón que en su juventud había sido un comprometido miembro del Partido Comunista, sobresaltó –si tomamos como cierta la información aparecida en el mencionado diario, de la cual, por otra parte, no hay motivos para dudar- la apacible existencia de un tranquilo barrio de clase media-alta al pasearse como Dios le trajo al mundo agarrando del cuello de la camisa o del abrigo, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo, a cuantos paseantes se cruzaban en su camino, a los que solicitaba a gritos que volvieran a dejarlo sólo, que nadie más que él mismo, -Adán, se había rebautizado en su arrebato de locura-, tenía derecho a circular junto a los bosques y caminos que, -proseguía, según la crónica, a voz en grito hirviéndole la sangre por la afrenta- colocó el Big Bang o la suprema divinidad creadora de todo lo visible y lo invisible para su exclusivo disfrute.
Con antecedentes tan poco fiables, comprenderán ustedes mi desconfianza hacia el inverosímil relato que Sancho Álvarez me presentaba entre las idas y venidas de Guadalupe, la camarera del bar 'La cuerda', una joven mexicana que había llegado a España tres años atrás huyendo de la inseguridad de su Ciudad Juárez natal después de que su vecino fuese tiroteado en el portal cuando volvía de la cantina visiblemente ebrio.
-
Pancho -dijo mirándome a los ojos fijamente y dejando
transcurrir unos segundos antes de volver a articular palabra para envolverme
en la solemnidad de su discurso, sabedor como era de que su airada reacción inicial
a mi falta de fe en su historia no estaba dando resultado alguno-.
Nos conocemos desde hace muchos
años, estudiamos juntos, y, mientras tú has sabido salir adelante, yo
he vagado de aquí para allá luchando por causas perdidas con el mal fario
por compañía. Puede que me lo haya buscado, pero te digo una cosa, no tengo
ningún motivo para engañarte. Conozco un sitio donde estar solo. Un lugar al
que nadie más que yo tiene acceso -aseguró con la frente brillante por el sudor-.
Aturdido por la sinceridad que transmitían sus grandes y vivaces ojos negros, que se movían frenéticos en sus cuencas, le pedí que me diera más detalles sobre ese lugar.
-
Verás Pancho, -dijo con el rostro serio, apartando la
mirada sin centrarla en ningún punto para trasladarse mentalmente a aquel día-,
durante mis andanzas varias a través del tiempo, he tenido la oportunidad de
conocer las peores bajezas del ser humano, he visto a la policía torturar a mis
camaradas, a muchos traicionar por cuatro duros los ideales por los que, según
aseguraban solo meses atrás, darían su vida, y fruto de años de esos
encuentros, o mejor dicho, de esos desencuentros, llegué a la conclusión de que
quería apartarme de los hombres por completo. Alejarme. No como los monjes de
clausura que rehúyen de la sociedad para entregar su vida a Dios. No. Tú sabes
bien, amigo Pancho, que no me llevo bien con los todopoderosos e infalibles.
Igual por eso me ha ido mal, ahora que lo pienso, y si algo de razón tienen los
de la túnica, peor me irá cuando esté tres metros bajo tierra y el de arriba me
cobre mis impertinencias. Bueno, el caso es que, en mi ímpetu por aislarme,
viajé y recorrí mundo, y no encontré sitio alguno al que la alargada mano del
hombre no hubiera llegado.
Estaba
totalmente desanimado, abatido, resignado a permanecer entre la humanidad por
el resto de mis días, cuando, mientras buscaba respuestas en un remoto poblado
indio, un chamán, enterado de mi infructuosa búsqueda, tras escuchar
pacientemente, como lo haces tú ahora, amigo Pancho, mi relato sobre la
necesidad de encontrar la absoluta soledad, me habló en tono misterioso, sin
concretar su ubicación, de un territorio que, por alguna razón desconocida para
él, una vez por semana quedaba completamente deshabitado. Al hacerme esta
confidencia, me advirtió de que desaconsejaba por completo visitar el lugar, en
el que, según pude adivinar por su melancólica mirada, pasó cierto periodo de
tiempo años atrás.
El chamán me
relató los peligros de alcanzar ‘el punto’, cómo él gustaba de llamar a dicho
lugar. No fue fácil, y cerca estuve de abandonar y aceptar los consejos del
anciano, pero tras muchas semanas de insistir y aprovechando la pobreza extrema
en la que habitaba el sabio indio, eché mano de los pocos ahorros que me
quedaban como último recurso. El chamán, que seguramente hoy ya no está entre
nosotros y vio en los billetes una oportunidad de vivir sus últimos años de
vida de manera más desahogada, soltó prenda y señaló en el mapa ‘el punto’, no
sin antes volver a advertirme de los riesgos que conllevaba ser poseedor de
dicho secreto.
Como te
imaginarás, no perdí un instante en dirigir hacia allí mis pasos, y emprendí un
largo viaje en el que tuve que lidiar con los insultos, golpes y humillaciones que
conlleva cruzarse con malhechores de la peor ralea, desposeído como estaba de
todo recurso y viéndome obligado a hacer autostop debido a la precaria
situación económica en que me había dejado el chamán. El desagradable viaje, me
sirvió, en cualquier caso, para aumentar mi interés por llegar a mi nuevo hogar
al reafirmarme en mis posiciones sobre el género humano que tan bien conoces.
Dos semanas
después de haber partido, llegué a mi destino y, tras cerciorarme de que no
había cometido un error en la localización del lugar, se me vino el mundo
encima. Centenares de personas ocupaban mesas en bares y restaurantes, los
niños gritaban, los coches circulaban. Nada era como lo había imaginado,
lo cual, lógicamente, me llenó de ira hacia el chamán, al que menté la
madre en no pocas ocasiones. Lo maldije unas cuantas veces más y me disponía a
irme cabizbajo cuando la oscuridad de la noche invadió en cuestión de minutos
toda la ciudad. Desaliñado y desalentado, reservé habitación en el hostal más
barato del lugar, –al menos el que tenía apariencia más sucia y destartalada- y
pernocté esperando con ansia la salida del sol para escapar de aquel desengaño
mientras me movía de un lado a otro bajo las sábanas. Esa noche tuve horribles
pesadillas en las que decenas, o quizá centenares de personas, me rodeaban y
conversaban sin dejar un resquicio por el que huir.
Pero la
mañana llegó Pancho, ¡y qué mañana! El sol salió radiante y el sonido de los
pájaros penetró en la habitación haciéndome saltar como un resorte, aún
empapado en sudor por los turbios sueños que acabo de narrarte. Entonces me
asomé a la ventana esperando encontrar el urbano paisaje de cada día, y para mi
sorpresa, no escuché sonido alguno. Salí a la calle corriendo por el centro de
la carretera y no hubo coche que me atropellara, ni siquiera que tocara el
claxon por invadir el que erróneamente consideran su espacio propio esos
contaminadores de verbo tan fácil cuando de soltar a través de la ventanilla
sinónimos de palabras soeces se trata. Grité con todas mis fuerzas y no hubo
oído alguno que alcanzara a escucharme, y dejándome llevar por la euforia me
desnudé ante los comercios cerrados y corrí extasiado como lo haría un
neandertal en plena caza de su presa. ¡El chamán había dicho la verdad! No lo
podía creer.
Tras
disfrutar durante horas de mi exclusiva posesión del lugar, la noche me
encontró exhausto y feliz. Esa noche me quedé allí, tendido al raso en posición
fetal bajo un imponente árbol, tapado por una fina manta que había recogido de
un contenedor, en las que fueron, y lo digo sin temor a equivocarme, las diez
horas que mejor he dormido en toda mi vida. Y más horas habría estado si no
hubiera aparecido aquel tipo enfundado en uniforme policial para instarme a
abandonar el lugar usando palabras que no podía comprender pero que no parecían
muy amistosas, seguramente tomándome por un vagabundo. Aún perturbado por mi
descubrimiento, me vestí con la ropa que había dejado apilada junto al árbol y
me fui de allí envuelto en la confusión sin saber a ciencia cierta si lo vivido
el día anterior había sido real.
Durante días,
viví una auténtica tortura esperando la llegada del momento en que volvería a
ser el único habitante del punto, hasta que descubrí que el extraño fenómeno
que parecía transportar a todos a una dimensión ajena a la mía, tenía una
periodicidad semanal. Solo se producía los domingos.
Desde
entonces, todas las semanas sin faltar una regreso para ser libre durante 24
horas. Y es la ilusión por la llegada de cada domingo la que me permite sobrevivir
el resto de la semana entre las cervezas de este tugurio de mala muerte que
paradójicamente para vosotros, los ignorantes que me tomáis por loco, se llama
‘La cuerda’. Yendo más lejos, -y esto te lo digo a modo de confesión privada,
pues nada me haría más infeliz que lo que te cuento llegara a oídos
inapropiados y me hicieran regresar al manicomio-, esos domingos, amigo Pancho,
son la única razón por la que no he colgado una cuerda del techo de mi
habitación camino del infierno tiempo atrás.
Tras esta íntima revelación suicida, un silencio
reflexivo se interpuso entre ambos mientras apurábamos otra cerveza. Reconozco
que la narración había atraído mi interés, y le interrogué con múltiples
cuestiones acerca de tan extraño fenómeno a la vez que perdía la cuenta del
número de cervezas que fueron, una tras otra, pasando por nuestras gargantas. Cuantas
más sucumbían a nuestra insaciable sed, más verídica encontraba la historia de
don Sancho. Así fue como, llegado un momento, totalmente fascinado, tomé su
relato tan cierto como la misma existencia del oxígeno que respiraba, y en
lugar de hacerme sentir complicidad o admiración, la idea de conocer la exacta
ubicación de semejante sitio se tornó obsesiva en mi mente.
Sutilmente, y tras rechazar don Sancho categóricamente
darme pista alguna acerca de dónde se encontraba la ciudad de tan mágicas
propiedades, le invité, con la mejor de mis sonrisas, a tomar la penúltima copa
en mi casa, a lo que accedió de inmediato complacido. Una vez acomodados en el sofá
de mi apartamento le serví una y otra vez esperando que el alcohol ablandara su
cerrada oposición a desvelar el secreto. No había manera. Al verlo permanecer
alerta pese a la brutal ingesta de alcohol, me di cuenta de que otros ya lo
habían intentado antes sin éxito, y que ni sumergiéndolo en un barril de vodka
lo soltaría.
Un odio feroz por la imposibilidad de poseer su tesoro
empezó a crecer dentro de mí. Me consumía. Mis dedos temblaban ligeramente y me
clavé el colmillo en la parte derecha del labio hasta que el mismo don Sancho
Álvarez me advirtió de que estaba sangrando. Maldiciendo, le dije que iba a la
cocina a limpiarme, y tras dejar en una servilleta unas pocas gotas de sangre,
en un impulso que aún hoy no llego a identificar de dónde emergió, agarré en
cuestión de segundos el enorme cuchillo que reposaba sobre la mesa y lo hundí
en repetidas ocasiones en el pecho de don Sancho, que había llegado a la cocina
para interesarse por mi estado. Tuvo tiempo de emitir un leve y ahogado gemido
envuelto en lúgubre sorpresa y cayó, perdiendo sangre a borbotones, sobre el
suelo de la cocina.
Un silencio asfixiante llenó la estancia.
Pasados unos minutos mis pulsaciones bajaron y mi
respiración se estabilizó. Sentí despertar de un trance, pero el alcohol aún
tornaba algo turbia en mi cabeza la surrealista estampa ante la que me encontraba.
Limpié todo con esmero y entre arcadas y visitas al baño para vomitar conseguí
trocear el cuerpo e introducirlo en bolsas de basura tras haberlo desnudado. Me
tomó varias horas, y para cuando hube acabado de recoger todo, un par de
débiles rayos de sol se colaban a través de la ventana del salón y un fuerte
dolor de cabeza había sustituido a la sensación de mareo.
Cansado y aterrado ante las posibles consecuencias de
lo que había hecho, repasé mentalmente mis conversaciones con Sancho para estar
preparado ante posibles denuncias de su desaparición. Llegué a la conclusión de
que nadie le echaría de menos. Ligeramente aliviado, tomé de la silla en que los
había dejado apoyados los maltratados pantalones de Sancho, salpicados de
trazas de sangre seca, para tirarlos a la basura. Al levantarlos, de uno de sus
bolsillos cayó un papel mil veces doblado que recogí con desinterés. Me dirigí
con él en una mano y el pantalón en la otra hacia la bolsa de basura mientras, de
forma mecánica, fui desdoblándolo hasta hacerme quedar con los labios
entreabiertos y los ojos totalmente fijos en él. Era un mapa con un punto
marcado.
Así fue como llegué aquí. Al hostal donde Sancho vivió
aquel despertar en que fue el único hombre sobre la faz de la Tierra. Yo, tras
años y años de regresar puntualmente cada semana en busca de la total soledad,
ya no soy, a mi edad, capaz de aguantar los seis días de espera que requiere el
asunto. Ni siquiera con las cervezas del bar ‘La cuerda’ amenizando la espera.
Es por eso que hoy he decidido partir, si la soga resiste el peso de mis
últimos vicios culinarios, al último viaje de mi vida, una despedida que no he
querido materializar sin antes haber dejado testimonio en esta carta de los
sucesos que rodearon mi llegada al sitio donde, en épocas distintas, Sancho Álvarez
y un servidor descubrimos el desconocido placer de la ausencia de humanidad.
(Esta carta llegó, dos días después de ser escrita, al
buzón del bar ‘La Cuerda’, y a su vez remitida a la policía por su responsable,
Guadalupe Huertas. Las autoridades, tras realizar diversas pesquisas con
cuerpos policiales de otros países y no encontrar registro alguno del suicidio,
procederían a su envío, por vía postal, a don Ulises Lemes García, tío de
Francisco Lemes López, alias Pancho, identificado como su único familiar con
vida. Según sus allegados, Ulises, pescador de profesión, dejó las redes y buscó
sin éxito durante el resto de su vida el lugar descrito por su sobrino en la
carta, para lo que solicitó la colaboración ciudadana haciéndosela llegar a un
conocido redactor del diario La Frontera,
que para su frustración publicaría la misiva con notable éxito en la sección
literaria del suplemento cultural del domingo bajo el título ‘La utopía de
Adán’).