domingo, 20 de febrero de 2011

Una noche en Puebla (II)

"Todo tiene un final", filosofo apurando las últimas gotas de la Corona hecha en México poco antes de cerciorarme, con un golpe de vista y algo de mala leche, de que la desocupada camarera ha desaparecido. El desamor cantado termina sin llegar a conmoverme con un agudo sonido del barbudo intérprete, y pocos minutos después la sala ve crecer su clientela con la llegada de un numeroso grupo. La camarera se acerca para tomarles nota y aprovecho la oportunidad para tratar de adelantarme en mi demanda de 4,5 grados más de alcohol a 20 pesos la unidad. No está mal. Ni bien. Pero hoy no me apetece escatimar.

"Otra", digo sin hablar, vocalizándo la palabra exageradamente mientras dirijo el dedo índice a la botella vacía. Gano en la foto finish a los recién llegados y un nuevo zumo de cebada asalta de nuevo mis sentidos, desacostumbrados a su antaño cotidiano circular por mi garganta. Casi simultáneamente, el dueño del escenario da un nuevo trago a su chela como preludio a un nuevo tema. La melodía me envuelve, el mensaje lo pierdo en mi inglés nivel medio. Eso dice mi curriculum.

Las luces también rodean el semblante serio de Van Gogh, uno que no quiso vivir más, y, en contraposición, la ciudad de Puebla destila vida. Siento penetrar una ráfaga de viento frío por la ventana situada a mi espalda y decido echar un vistazo. Una pareja combate las bajas temperaturas abrazándose, y una joven contempla, agarrada a las rejas, el espectáculo musical aplaudiendo de forma entusiasta después de cada canción. El chivo se deja de 'gringadas' y se pone patriota. Entona el 'Cielito Lindo' tras hacer aflorar unas risas con un breve aserto en el que explica que una vez tocó en un tugurio... a una mujer.

"¡Canta y no llores!", alza la voz. "Ese consejo podía haber servido de algo a Van Gogh", pienso con la inamovible chava a mi espalda esbozando una sonrisa entre tímidos bailes e intercambio de miradas de complicidad con el dueño del micrófono. Ella no le dirá 'bonjour', pero una mexicana es una mexicana. Son las siete y media de la tarde, pero la oscuridad cerrada hace que parezcan las 11 de la noche. Me siento bien y hay pocas posibilidades de que no me emborrache hoy, lo que tras semanas de trabajo y entrenamientos para alguna que otra carrera, no supone problema alguno mientras no pierda el papel con la dirección del 'hotel', título que por extraño que parezca también tiene mi alojamiento, un cuarto en el que casi no cabe la cama a 100 pesos (6 euros) la noche.

La palabra amor vuelve a salir en una canción y divido mentalmente las canciones en dos tipos, las que hablan de amor y las que lo hacen de desamor. Un solo de guitarra cambia el ritmo y el grupo numeroso baja el volumen de su conversación. La que ríe continúa haciéndolo. "Otra que conozco", me digo al oír una letra que me resulta familiar. Solo voy por la segunda cerveza pero ya me apetece ir al baño. Están limpios y dos carteles llaman mi atención. El primero advierte a los fumadores de que la prohibición de no fumar también se extiende a los sanitarios, para evitarles así indebidas tentaciones pasajeras allí donde no llega el ojo de camareras desocupadas y ociosos encargados de barra. El segundo me sorprende más: "Lávense las manos por favor", anuncia erigiéndose en defensor de la higiene individual. ¿Será lo próximo colocar carteles en la calle pidiendo a la gente que se bañe?.

A mi regreso, veo en la carta que pese a la imposibilidad de fumar venden paquetes de cigarrillos en un mensaje que viene a decir: "Mientras me dejes unos pesos, jódete los pulmones donde quieras menos aquí". La música deja de interesarme y se queda en un mero telón de fondo de mis pensamientos. Es domingo, y pienso que ojalá fuera sábado. Los domingos las noches cierran antes. Están de cruda. Los besos, en cambio, nunca descansan, y a mi lado, en el grupo numeroso, una pareja se aisla del resto mientras la mano de él busca la cintura de ella, y diez segundos después él recupera la compostura ajustándose su gorra nike.

Un rastro de espuma desciende por la agonizante botella de Corona tras un nuevo trago. "Voy lento pero seguro", me digo mientras una mala versión del 'Imagine' de Lennon saca levemente al público del letargo arrancando unos aplausos. Pido otra antes de dar la estocada y el tiro de gracia a la anterior, e intercambio la llena por la vacía. Salgo ganando. "El abuso en el consumo de este producto es nocivo para la salud", advierte la etiqueta. No sé donde está la frontera, pero varias chelas después empiezo a ver todo de otra manera. Tengo ganas de saber cantar, de elegir las letras, de sentir esa libertad tan grande de decir ante el público lo que quiera. Nadie puede cerrar los oídos.

Sí pueden -por desgracia- cerrar los locales, por lo que me toca ir en busca de destinos más movidos con el escepticismo de vivir en domingo luchando con una leve burbuja de silenciosa euforia alcohólica. Camino por calles desconocidas y encuentro lugares donde es jueves. Sigo avanzando y me topo con un viernes en la fuerte música de un bar donde la cubeta de chelas se despacha a 150 pesos. "Qué coño, me quedaré hasta el sábado".